Sesiones

Amanecer de otoño en la playa de los Genoveses, Cabo de Gata, 2014

La tranquilidad que se respiraba en la playa aquel amanecer de otoño poco se debía parecer al ajetreo del día de 1147, cuando la flota de guerra genovesa fondeó en esta ensenada para protegerse de un temporal antes de unirse a castellanos y catalanes para invadir Almería. Desde entonces la llaman Playa de los Genoveses.

Tampoco debía parecerse mucho a los días en los que hace millones de años la lava brotaba de esta inmensa cuenca volcánica submarina y formaba sus paredes, de las que quedan el cerro del Ave María y el Morrón de los Genoveses flanqueando la bahía a cada lado.

La tarde anterior el mar había estado revuelto. Sólo días así el agua rebasa la orilla e inunda la playa, formando una fina película de agua capaz de atrapar reflejos casi nítidos.

Antes de llegar al parking que hay unos metros tierra adentro, el hecho de no ver ni un solo coche, furgoneta o autocaravana era buena señal. Muy diferente a cualquier época de vacaciones, especialmente verano. Esos días la playa es una pena.

Llegué con tiempo, sin ninguna composición pensada, pero nada más ver el gran charco con el reflejo y el fuerte triángulo en penumbra pensé que esa sería mi fotografía.

La mañana no acabó mal y el cielo me regaló un buen festival de nubes que coronaban el morrón hacia el oeste. Poco a poco el día se iría cubriendo, mostrando una luz difusa con mucho juego en calas vecinas, pero esa es otra historia.

Cabo de Gata: un mar de volcanes

Alboreaba un día de mediados de primavera cuando los primeros rayos de sol, curvados por la atmósfera de la Tierra, comenzaban a pintar suaves trazos de color magenta sobre el cielo, formando un tenue cinturón de Venus. El parking improvisado en la Ensenada de Mónsul, junto al polvoriento camino de tierra que discurre por Cabo de Gata, estaba vacío. De repente alguien empezó a correr por la playa desierta y aislada hacia tres chicas que dormían tranquilamente en sus sacos junto al borde del mar. Llevaba al hombro tres extraños palos negros, uno por cada una de las chicas. Una de ellas se despertó. Se incorporó y vio con ojos de terror cómo un loco avanza rápido hacia ellas y se iba acercando cada vez más. ¿Acabaría esta historia en las páginas de sucesos de los periódicos del día siguiente?

La noche en vela

Eran las seis y media de la mañana cuando sonó el despertador. Esa noche me había costado dormir, despertándome varias veces, mirando el reloj para ver si ya era hora de salir. Hacía más de siete meses que no pisaba la playa para fotografiar y estaba impaciente por volver, en especial porque iría a fotografiar todo un mar de volcanes. Me levanté con cuidado, tratando de no hacer ruido para evitar despertar a mis chicas, que dormían plácidamente en la habitación del hotel. A ellas les quedaban todavía tres horas para levantarse; a fin de cuentas, estábamos de vacaciones, cuando sólo a los locos de la luz se les ocurre poner el despertador. Me vestí en silencio. La ropa estaba sobre la cama. La había dejado la noche anterior preparada para salir casi saltando. Caminé de puntillas hasta la entrada. Todo estaba a oscuras y fui a ciegas. Junto a la puerta me esperaban los trastos fotográficos: la bolsa con la cámara, los objetivos, los filtros, el trípode… Me los eché al hombro y abrí con cuidado. Cerré despacio pero el pestillo hizo un escandaloso «click».

Por suerte aquel ruido no las despertó. Ya estaba fuera de la habitación. Bajé las escaleras y llegué a la espaciosa recepción del hotel. Apenas veía el mostrador. Una lámpara pequeña era la única luz encendida, insuficiente para llegar a todos los rincones de aquel espacio. Unas tupidas cortinas cubrían la puerta del exterior. Las descorrí e intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. «¿Y ahora? —me pregunté— ¿no han pensado que algunos madrugamos incluso en vacaciones?». Afortunadamente el ruido que había hecho al intentar abrir la puerta despertó al recepcionista, que dormía en un sofá al fondo. No lo había visto porque la luz de la lámpara no llegaba hasta allí. Se levantó y me dio los buenos días. «Menos mal que estás aquí —le dije—, si no, día perdido». El sueño apenas le dejó balbucear dos monosílabos más. Me vio con todos los trastos colgados, no hizo falta cruzar más palabras para que supiese a dónde iba y lo que iba a hacer.

Una vez en la calle no daba crédito. Clareaba, el crepúsculo civil estaba comenzando. Había calculado mal la hora de levantarme. Me metí en el coche a toda prisa —menos mal que estaba junto a la puerta del hotel— y salí hacia la playa. El camino se me hizo eterno. La luz era cada vez más intensa. Todavía no había llegado al parking cuando de repente vi el color del amanecer en el cielo. «Me lo voy a perder», pensé. Por fin aparqué y salí corriendo como un poseso. La playa estaba desierta exceptuando aquellas tres chicas que debían haber pasado allí la noche. El loco que corría por la playa era yo, y los tres palos negros eran las patas del trípode. La escena era de película, pero no pasó a mayores. La chica que se despertó —estaba en top-less— puso cara de póker, aunque el sueño pudo más que el susto y, después de ponerse algo encima, se enroscó de nuevo en el saco y me ignoró. Yo desplegué el trípode donde ya tenía previsto y me puse a fotografiar antes de que la luz suave se extinguiese por completo. Así que cada uno a lo suyo.

Un mar de volcanes

Hay sitios que se podrían catalogar como joyas fotográficas. La ensenada de Mónsul es uno de ellos. Un lugar que, como si de una modelo profesional se tratase, parece querer colaborar, haciendo muy fácil la tarea de encontrar composiciones llamativas. Composiciones cargadas de restos de antiguos volcanes.

Todo sucedió hace millones de años, cuando este lugar fue testigo de una sangrienta batalla en la que Vulcano —dios del fuego— y Marte —dios de la guerra— se enfrentaron por el amor de Venus. Vulcano, enfurecido y humillado cuando Venus le fue infiel con Marte, puso en marcha su maquinaria de guerra para vengarse de ambos, creando una red invisible formada por finos hilos de oro con la que atraparlos. Ayudado por cíclopes y gigantes comenzó a avivar su fragua bajo el mar de Alborán, que entonces ocupaba la superficie sobre la que ahora se halla el desierto de Cabo de Gata. El área magmática sumergida entró en ebullición y se convirtió en un mar de volcanes. De aquel campo de minas bajo el agua, la lava, como si fuese sangre, empezó a brotar a borbotones y ascendió hasta la superficie.

Aquello debió parecerse a la caldera en la que Don Quijote preparaba su bálsamo de Fierabrás: agua hirviendo y color rojo burbujeante por todas partes. Primero se formó un archipiélago de islas rodeadas de un mar cálido. Luego, el terreno fue elevándose hasta quedar por completo fuera del agua, formando lo que hoy vemos como un extenso desierto. Aunque parezca sorprendente, todavía continúa elevándose unos pocos milímetros cada año.

Pasados otros cuantos millones de años, los conos volcánicos se extinguieron. Algunos de ellos se colapsaron y su techo se hundió, formando calderas, unas bajo el mar y otras camufladas en el paisaje árido. El tiempo los fosilizó, convirtiendo aquel lugar en un cementerio de volcanes.

Las curiosas formaciones que vemos en la ensenada de Mónsul tienen su origen en las coladas de lava emergidas del mar: erupciones submarinas de brechas volcánicas bajo el agua que expulsaron ríos de lava viscosa. Estas coladas llegaron a la superficie y acabaron solidificándose. La erosión del mar hizo el resto del trabajo, moldeándolas hasta crear esa llamativa forma de visera que vemos hoy: lápidas de las tumbas de aquellos volcanes extinguidos, oscurecidas por el óxido de manganeso y olvidadas por el tiempo.

La invasión de las masas

Para crear este porfolio fui allí un atardecer y un amanecer de primavera. Así, me encontré las rocas cubiertas de algas, cuyo matiz verde intenso contrastaba llamativamente con la aridez del paisaje que las rodea. De paso, me ahorraba el espectáculo de masas que convierte cada verano ese lugar en un sitio totalmente diferente, invadido por coches, personas, neveras, sombrillas…

La playa, aunque virgen, es famosa y recibe auténticas hordas de turistas. A partir de cierta época, cuando el tiempo es bueno, hallar un encuadre libre de personas es difícil. Eso, aunque en menor medida, me pasó durante el atardecer. Tuve que tener paciencia y esperar a que el vibrante rugido del estómago de los demás mortales colaborase a la hora de la cena, dejando completamente desierta la playa. Antes de ello no pude evitar que algún paseante se colara en ciertos encuadres con momentos difíciles de captar —en los que las olas formaban las trazas más llamativas—, quedando arruinados.

Amanecer con los deberes hechos

El amanecer fue tranquilo. El aspecto relajante que transmiten las fotografías del porfolio es real. Todo era silencio, roto por el murmullo suave de las olas; un remanso de paz, un lugar desierto. Nunca antes había estado allí tan temprano. Por lo que indican los carteles de prohibición y por el estado de la vecina playa de los Genoveses, intuyo que en verano debe ser un mega dormitorio lleno de gente durmiendo en sacos, haciendo vida en la playa y dejando un rastro de basura descomunal. Un triste panorama que no se merece un sitio así.

La siguiente fotografía (#1) es la primera que hice al amanecer. Encuadrar fue sencillo porque había visto la escena la tarde anterior, cuando daba un paseo por la parte oriental de la playa. Me gusta más fotografiar paisajes de espaldas al sol porque la luz es suave y el rango de contraste es manejable. Así, durante el atardecer del día anterior estuve fotografiando en el extremo de poniente y dejé este lado para el amanecer siguiente, evitando el contraluz. Ese paseo me permitió tomar bocetos y llevar los encuadres en la cabeza a la mañana siguiente, haciéndolo todo con más calma. Como ayuda para estudiar composiciones, además de la memoria, la cámara del móvil es una buena herramienta para tomar bocetos; así se pueden estudiar con tranquilidad antes de volver a una hora de mejor luz.

A pesar de que el contraste de luz en la escena era reducido, para conservar detalle en el cielo utilicé un filtro degradado de densidad neutra de 1,5 pasos y de transición dura. Para suavizar el agua y simplificar la composición, aunque no había mucho oleaje, utilicé un filtro neutro de tres pasos. Eso me permitió bajar la velocidad lo suficiente para que la textura del agua no distrajese la mirada.

Lo que me llamó la atención de la composición de esta fotografía fue esa vía de agua colándose entre las rocas alargadas del primer plano. Me moví hasta encontrar una posición en la que la vía apuntase hacia el promontorio del fondo —la famosa Peineta de Mónsul—. El canal que formaban las rocas alargadas no se distinguía bien y tuve que esperar a que una ola lo llenase de agua antes de disparar.

La segunda fotografía (#5) sólo requirió desplazarme lateralmente 5 metros hacia el Sur para cambiar el encuadre. Utilizando el mismo fondo, pude incluir un primer plano diferente, aunque del mismo tipo: la línea formada por la grieta de las rocas es el vector que conduce la mirada desde la esquina inferior derecha hacia la Peineta. Las condiciones de luz eran las mismas, así que utilicé los mismos filtros que había usado en la fotografía anterior.

Desde una posición similar, la ensenada me mostró estas otras caras, con variaciones de formato y primer plano.

El amanecer interminable

Aquel amanecer tuve suerte. Aunque el sol despuntó —lo que en condiciones normales significa que la sesión acaba—, comenzó a formarse bruma, disminuyendo la intensidad de la luz; esto permitió alargar un poco más la mañana. Caminé hacia el otro extremo de la playa, buscando esos contraluces de los que suelo huir. La bruma hacía de filtro natural, reduciendo el contraste, por lo que el rango dinámico aún lo podía controlar con filtros neutros degradados. A pesar de que la Peineta quedase a contraluz y más oscura por los filtros, conservaba el detalle suficiente, sin quedar relegada a una sombra negra exenta de textura; además, el primer plano estaba bien iluminado.

La siguiente fotografía (#6) está tomada en esas condiciones. Para el primer plano, incluí las formas que había en la arena. Estas no tienen más misterio que ser el castillo y foso que habían hecho unos niños la tarde anterior y que las olas desfiguraron y suavizaron hasta crear esas curiosas marcas. Desgraciadamente el agua no había llegado a todo el castillo y no pude incluirlo completo en el encuadre.

Como la luz se volvió más intensa, para mantener una velocidad de obturación lenta que suavizase el agua del mar, cambié el filtro de densidad neutra de tres pasos por uno de diez: el famoso Big stopper.

El resto del amanecer estuve fotografiando otras escenas a contraluz en la misma zona y en la vecina Ensenada de la Media Luna.

Fotografiar a deshoras ayuda a captar la mejor luz. Permite retratar paisajes de mar solitarios, con arena del borde sin pisar, alisada por las olas suaves de la noche. Como contrapartida, los hoteles no han pensado aún en un horario de desayuno para fotógrafos —ni antes de las ocho de la mañana ni pasadas las once—, por lo que al sacrificio del madrugón hay que sumar que te quedas sin desayunar aunque lo hayas pagado con el alojamiento.

Un atardecer con regalo de despedida

La tarde anterior no se mostró muy generosa con las nubes. Caminé a lo largo de toda la playa, reconociendo las zonas con los encuadres más llamativos. Después, decidí quedarme en la Ensenada de la Media Luna y esperar al crepúsculo del atardecer.

La siguiente fotografía (#3) está hecha en la Media Luna, mirando hacia el Este. Me gustó cómo se solapaban las lenguas de lava. Así que, para crear ese fondo, elegí un punto de vista en el que el promontorio que separa ambas ensenadas cubría a la Peineta, que asoma tímidamente bajo el arco del primero.

Tras pensarlo un rato, la composición que acabé escogiendo fue ésta en la que la fila de piedras en el agua ayuda a dirigir la mirada desde el primer plano hasta el fondo. Al llegar me había fijado en cómo las olas rompían sobre las rocas, creando un primer plano con una textura de tono claro. Decidí utilizar ese tono claro para contrarrestar la hegemonía del azul en el agua. Bajé la velocidad de obturación para poder crear la textura espumosa. Para evitar que llegase a desaparecer, volviéndose una superficie sedosa blanca y uniforme, tuve que conservar una velocidad por encima del segundo. El mar se hizo el interesante y no quiso ponérmelo fácil; así que insistí disparando varias veces hasta que el blanco cubrió todo el primer plano.

El siguiente encuadre horizontal está hecho casi una hora más tarde, con mejor luz. En éste, el mar dijo que ya estaba cansado; decidió calmarse y fue imposible lograr la misma textura del agua.

Cuando el crepúsculo terminó, el último regalo que me hizo este lugar fue mostrar la luna llena. Como despedida tomé la siguiente fotografía del momento en la que la lengua de lava no resiste la tentación e intenta tocar la luna.

Brumas de montaña, primavera 2014

«Después de una noche fría, qué diferente es levantarte de tu cama, con un colchón cómodo, desayunar tranquilamente en tu casa, ponerte a mirar tu hoja de contactos y a escribir artículos como éste…; a levantarte en la montaña antes del amanecer, a más de 3000 metros, sobre unos tablones de madera bajo una esterilla de espuma aislante de 5mm de grosor, donde fuera la temperatura roza los 5 grados bajo cero y dentro el termómetro no marca más de cuatro grados sobre cero, vestirte rápidamente y forrarte de ropa para salir corriendo, trípode al hombro, a buscar la luz del amanecer antes de que desaparezca». Esto es lo que pensaba cuando hace unos días me levantaba un sábado en mi casa, y todavía en pijama, me preparaba un café caliente, me sentaba delante del ordenador a repasar las fotografías de mi última travesía por Sierra Nevada y empezaba a esbozar la idea de este artículo.

Aun así, estar ahí y ver la luz de la montaña al amanecer merece la pena. Todavía hoy, cuando estoy tumbado y cierro los ojos, puedo sentir y ver con nitidez aquella escena: levantarme y encontrarme de repente con la silueta del Mulhacén reflejada en la laguna en calma, un cielo con una luz azulada preciosa, y la luna menguante observando el momento. Ese recuerdo se graba en la memoria para siempre.

La comodidad de fotografiar lo conocido

Todo es mucho más fácil, más predecible, cuando salgo a fotografiar un lugar cerca de casa. Llego rápidamente en coche. Camino unos pocos metros. Voy ligero de peso, llevando sólo el trípode y una mochila con la cámara, los filtros y un par de objetivos. Más fácil si a ese lugar vuelves una y otra vez. Los fondos los conoces. Los primeros planos están localizados. Los encuadres están en la cabeza. El objetivo es encontrar una luz nueva y especial, o una variación de un encuadre conocido. Buscar nubes un día. Niebla otro día. Atardecer, amanecer y un sinfín de matices.

Tenerlo cerca me da la seguridad de que el tiempo y las nubes que me voy a encontrar son similares a los que veo desde mi ventana. También es más previsible acertar con la luz que buscas. Todo esto hace bastante más probable llevarse a casa una fotografía aproximada a la que ibas buscando.

La montaña impredecible que nos atrapa

En cambio, la montaña no es tan accesible. Volver una y otra vez no es tan fácil, sobre todo si no la tienes cerca. Llegar a ella supone realizar largas y empinadas travesías. Las condiciones son muy cambiantes y el clima impredecible. Nada está asegurado.

Aun así, siempre intento llevar un plan preconcebido en la cabeza. Con esto en mente, preparo la fotografía que imagino. Trato de estudiar previamente el lugar: posibles encuadres, por dónde saldrá el sol. Analizo las predicciones meteorológicas intentando imaginar las nubes que voy a encontrarme, el frío que hará, dónde voy a dormir, cuánto voy a tardar. Pero aquí los planes pocas veces se cumplen.

A pesar de todo, salir a la montaña a fotografiar te hace experimentar unas sensaciones muy especiales. Mucho más intensas e inolvidables. Los retos son mayores. Los sentimientos más profundos. La sensación de aislamiento y de soledad que ésta me regala me permiten pensar y escucharme a mí mismo de una forma tan clara como en ningún otro lugar. Y fotografiarla me ayuda aún más. Me hace sentir que sólo existimos la montaña, la cámara y yo. Concentrarme en la luz, los elementos y cómo cada uno tiene que estar en su sitio —aunque pocas veces lo consiga— hace que la conexión sea más intensa, que las imágenes se graben en mi retina de una forma mucho más profunda.

Esa conexión va tirando de mí cada vez con más fuerza. Tratar de fotografiar su esencia hace más intenso ese vínculo, que ya no puedo olvidar. Y éste me ata a ella. En el artículo Peñalara en azul intenso lo describía como: «la parte de nosotros que se queda en la montaña y ya nunca vuelve». Es el precio a pagar por disfrutar de los momentos que ésta nos regala.

Cuando todo acaba y vuelvo, esa parte que pierdo me hace sentir extraño, diferente, incompleto, con deseos de huir de la realidad cotidiana y volver allí para encontrarme con lo que he perdido.

Preparando la travesía

El lugar del que hablo esta vez es el circo glaciar de la Caldera, en Sierra Nevada. Un circo glaciar a 3000 metros de altura, al sur de la divisoria de mares atlántico-mediterráneo, cuna del río Mulhacén, y que contiene tres lagunas destacadas: la Caldera —la de mayor volumen de agua de Sierra Nevada—, la de Majano y la de la Caldereta.

Para llegar a él tuve que recorrer 14 kilómetros a pie, con un desnivel acumulado de 1000 metros. En total, una travesía de 28 kilómetros. Como siempre, el peso adicional del equipo fotográfico lo hacía todo más difícil, pero las ganas de fotografiar podían de sobra con esa carga, que esta vez se unía al equipo para estar allí varios días y para atravesar los pasos nevados a media ladera del Cerro de los Machos y los Crestones de Río Seco.

Esta vez, en primavera, me propuse pasar allí arriba tres días y fotografiar todos los atardeceres y amaneceres que pudiese.

El primer atardecer fotografiaría en la laguna de las Yeguas. Después iría a dormir al refugio de la Carihuela, a 3.200 metros. Al día siguiente llegaría hasta la Caldera para fotografiar el atardecer y amanecer posteriores, pasando la segunda noche en el refugio de la Caldera.

Mientras planificaba el viaje, rezaba para que los refugios no estuviesen llenos ninguna de las dos noches. En especial, me preocupaba la primera, ya que se me haría de noche en la laguna de las Yeguas; después, al llegar tan tarde al refugio de la Carihuela, si éste estaba completo, tendría que volver al coche o continuar hasta el próximo refugio, atravesando los pasos más complicados. Ambos eran caminos muy largos, de más de dos horas. La previsión anunciaba temperaturas muy bajas a esa altura, llegando a los 10 grados bajo cero. Caminos nevados y de muchos kilómetros, inviables para recorrer cansado y a oscuras.

La siguiente noche me preocupaba menos. A dos kilómetros de la Caldera hay otro refugio, el de Pillavientos, que no suele estar lleno. Recorrer el camino de uno a otro en las mismas condiciones que la noche anterior no sería difícil, aunque dormir allí significará estar más lejos. Tendría que levantarme mucho antes y caminar más para llegar a la laguna de la Caldera antes del amanecer.

El primer atardecer fotografiando la laguna de las Yeguas

El primer atardecer me encontré con una sorpresa de las que demuestran que las previsiones que uno hace no suelen cumplirse en la montaña. Cuando llegué a la laguna de las Yeguas, vi cómo estaba helada de nuevo. Raro porque unos cuantos metros más abajo las lagunas artificiales no tenían ni rasgo de hielo.

En invierno, la superficie de las lagunas, heladas y cubiertas de nieve, es tan monótona que pasan desapercibidas. En ese estado, si la superficie es grande y el entorno es abierto, esa monotonía (mejor dicho, uniformidad) es un buen recurso para simplificar. Sin embargo, esta laguna no es muy abierta y no permite jugar de esa manera, así que en invierno suelo pasar de largo. Esta vez, por suerte, el hielo fracturado formaba placas levantadas que rompían esa monotonía, y el sol de atardecer las iluminaba con una luz lateral rasante que destacaba su textura, dando profundidad a las sombras; por tanto, no me costó mucho elegir el primer plano.

La composición me pareció demasiado abarrotada, así que la capa de hielo uniforme del borde de la laguna, utilizada como base, me ayudó a simplificar la escena.

Elegir fondo con un protagonista concreto me costó más. Después de un buen rato acabé por incluir la arista del Cartujo y los Tajos de la Virgen, insinuados tras una espesa capa de nubes, aunque éstas no ayudaron a dar protagonismo a uno solo, que hubiera sido lo mejor.

Había bastante diferencia de luminosidad entre cielo y tierra, así que un filtro degradado neutro de transición dura de dos pasos me ayudó a equilibrarla, colocándolo un poco inclinado hacia la derecha, en línea con la pendiente de las aristas.

Para lograr esa composición con un punto de vista bajo tuve que deslizarse por el empinado borde de la laguna, lo que casi me cuesta un chapuzón helado que habría arruinado todo.

Mientras seguía probando otros encuadres, las nubes comenzaron a cubrir el cielo en dirección oeste, mirando hacia la ciudad. Parecía que las predicciones meteorológicas se cumplían, al menos en cuanto a nubes. De ellas surgía misteriosa la parabólica del IRAM (antena del Instituto de Radioastronomía Milimétrica). Giré la cámara e insistí hasta encontrar una fotografía que dejara ver la parte más interesante de la antena.

Aunque aquella tarde esperaba otra cosa, después, durante el crepúsculo del atardecer, las nubes se dispersaron y el sol no mostró colores llamativos. Todo acabó tan rápido como si se bajase el telón de un escenario: la luz se apagó y el espectáculo finalizó. La noche se volvió muy cerrada y ya sólo me preocupaba llegar al refugio. Pero ¿estaría completo?

Buscando el refugio de la Carihuela

A oscuras y cansado, el ascenso por una de las pistas de sky más empinadas que parten desde el Veleta fue más costoso de lo que parecía. Me llevó más de una hora y media llegar hasta el refugio. Puede parecer lo contrario, pero pararte a fotografiar durante unas horas no es lo mismo que parar a descansar: acabas moviéndote de un lado para otro, agachándote, corriendo con el trípode de aquí para allá. Al final, cuando acaba la sesión, te das cuenta de que no has descansado nada, no has comido, no has bebido. Y aún queda camino que hacer de noche y éste se hace largo.

Eran más de las once y media cuando llegué al refugio. Había ruido en el interior. Abrí la puerta y me tranquilizó ver sólo a dos personas. Tenía casi todo el espacio para mí. Menudo alivio.

La cena que llevaba era un triste bocadillo al que me costó hincar el diente de lo helado que estaba el pan después de toda una tarde bajo cero. Algo bastante triste, más cuando veo lo preparados que van otros montañeros, con sus hornillos y sus sopas calientes, pasta con salsa de tomate, té, infusiones. Un largo etcétera de comidas calientes y cazuelas humeantes. Por suerte mi interior me dice cuando estoy viendo el espectáculo gastronómico de los demás: «todo sea por estar aquí fotografiando, que para eso vengo, y no tener que llevar más peso».

Después de aquella anodina cena, con todo ese cansancio acumulado, al menos no me costó echarme a dormir y coger rápido el sueño.

Ruta hacia la Caldera al día siguiente

Al día siguiente tenía pensado bajar a la laguna de Aguas Verdes para fotografiar el amanecer. Después iniciaría el camino hacia la Caldera. Sin embargo, el cansancio, el frío y la incertidumbre de bajar a oscuras por donde nunca había estado, a pesar de haber estudiado la bajada previamente desde casa, hizo que me lo pensara dos veces y no me levanté hasta que salió el sol.

Fue una suerte. Esa laguna estaba todavía más helada. Tenía un gorro, cubo, plástico, o lo que fuese de color azul eléctrico tirado justo en medio, estropeando cualquier posibilidad de fotografiar. Tampoco tenía claro ningún encuadre y a oscuras habría sido más difícil ponerse a encontrarlo. Así que levantarme antes hubiera sido una pérdida de tiempo y me habría robado la energía que me hacía falta para terminar la travesía y aguantar hasta el día siguiente.

Después de desayunar, salí a echar un vistazo a la ruta. Los pasos complicados tenían aún mucha nieve. La probabilidad de resbalar y caer de forma descontrolada es más alta cuando se atraviesan pendientes de cierta inclinación a una hora temprana, cuando la nieve está dura. Así que me puse los crampones y guardé un bastón cambiándolo por el piolet y comencé a descender. El paso de los Machos al menos estaba despejado. Éste, cuando acumula mucha nieve, suele ser propenso a aludes.

El día había comenzado despejado. Pude incluso fotografiar la costa y el mar que están a más de 50 kilómetros. Pero en seguida se formaron nubes y se cerraron hasta crear una espesa niebla que no dejaba ver más de cinco metros de distancia. La caída ladera abajo ni se veía. La escena de la puerta de los Raspones envuelta en niebla imponía. Parecía una puerta a otro mundo.

Si la nieve amortigua cualquier sonido y te hace percibir un silencio extraño, pero agradable, la niebla lo vuelve misterioso y sobrecogedor. Así se mantuvo durante todo el camino.

Ahuyentando a los sensatos

Antes de llegar a Loma Pelada, en el límite donde la nieve ocultaba la pista, vi a dos montañeros que venían en sentido contrario. «Vamos al Veleta —me dijeron— pero no hemos estado nunca, ¿es fácil llegar o podemos perdernos?». Aquella pregunta me extrañó, porque siempre que voy a la montaña miro y remiro la ruta, repaso el perfil de elevación, tiempos y distancias de los tramos, alternativas y hasta ortofotos. «No tiene pérdida —les dije—, sólo hay que seguir la huella marcada por la pista y mantener la altura». Al verme los crampones y el piolet en la mano lo siguiente que dijeron fue: «¿y el camino está bien, se puede pasar?». «Sí —les dije—, yo vengo de ahí; eso sí, necesitáis crampones y piolet». Después de despedirme, seguí mi camino.

Cuando llegué al refugio de Pillavientos, me paré a descansar. A lo lejos vi cómo aparecían dos figuras entre la niebla. Eran los dos montañeros que se volvían. «Hay mucha niebla —me dijeron— y no vamos a poder ver nada, además, no se ve la caída y no sabemos lo que hay al fondo. Hemos decidido dejarlo para otra ocasión». Esas pendientes eran las que yo había atravesado antes. Es cierto que una niebla tan cerrada inquieta y, sobre todo, no ver el fin de una pendiente impone respeto. Eso ya lo viví cuando pasé por allí la primera vez. Entonces era de noche. Fue en la travesía imprevista que hice para fotografiar los raspones de Río Seco. Aquella vez no pensaba hacer noche y ni llevaba saco para dormir. Esto me hace pensar que mis ganas de fotografiar y estar presente durante los momentos de luz especiales pueden más que el miedo.

Aquel día no me crucé con nadie más. La niebla ahuyentó a todos los sensatos, incluidos los dos que se volvieron arrepintiéndose en el último momento y no hubo más almas que se aventurasen a recorrer aquel camino.

La Caldera como campo base

Después de unas pocas horas llegué al refugio de la Caldera. Me impresionó estar allí y ver con mis propios ojos aquello que tanto había estudiado desde casa, viendo fotos y observando mapas.

El refugio estaba vacío. Dejé la mochila y reservé un sitio para dormir desplegando la esterilla aislante sobre los tablones de madera que se utilizan como literas. Ya sin el peso de todo el equipo, como si fuese un campo base, salí con la cámara por los alrededores a buscar los encuadres que llevaba en la cabeza, a ver qué otras escenas podía encontrarme y localizarlas para fotografiar al atardecer con mejor luz.

Eso es lo bueno que tiene ir a fotografiar la montaña solo. Podía haber subido a la cumbre del Mulhacén, la más alta de la península. Nunca la he pisado. Estaba ahí, al alcance de la mano, a menos de 400 metros de desnivel. Pero había ido allí a hacer lo que más me gusta, fotografiar; por tanto, decidí no subir a la cima. Así pude aprovechar tranquilamente aquellas horas para mirar y remirar todos los rincones de las lagunas del circo de la Caldera, ver lo que me gustaba y lo que no, comprobar cómo quedaban los primeros planos, los fondos, probar puntos de vista altos, bajos, y todas las demás posibilidades.

Cuando tuve reconocidas las zonas que quería fotografiar y ya no daba para más, volví al refugio a comer. Aún estaba solo. Esta vez cambié el bocadillo por una ensalada en lata, que más bien parecía helado de ensalada. De nuevo, eso me hizo recordar aquellos estupendos hornillos que veía al resto.

Después, aprovechando que seguía solo, desplegué el saco de dormir para echarme una buena siesta y recuperar fuerzas para estar luego allí fuera fotografiando el atardecer. Cuando llevaba dormido más de una hora comenzaron a llegar montañeros y se acabó la paz. Ésta se rompió con las charlas, meriendas y, de nuevo, con hornillos que hervían infusiones humeantes.

Además de la comida, llevar agua para varios días supone acarrear con un peso considerable, por lo que llevaba lo justo para un día y medio. Esa tarde ya me quedaba menos de un litro, así que, antes de que llegase la hora de salir a fotografiar, aproveché para buscar más agua. Un arroyo que nutría una de las lagunas me sirvió para rellenar una botella. Sólo tuve que añadir una pastilla potabilizadora y dejar que hiciera efecto más que de sobra hasta la mañana siguiente. Aunque el agua a esa altura puede no ser un problema, es mejor ser cautos. Siempre hay que llenar una botella de un curso de agua corriente y no directamente de la que está embalsada en las lagunas. Las pastillas de iones de plata sirven para potabilizarla. Una pastilla para un litro es suficiente, y hace efecto en dos horas. Además, las de iones de plata no dan sabor a cloro como sí lo hacen las de clorina. La desventaja entre unas y otras es que las primeras tardan dos horas en potabilizar y las segundas tardan media hora.

Cuando volví de llenar agua del arroyo, los montañeros del refugio empezaban a preparar su cena y a extender sus sacos. A pesar de los grados bajo cero del exterior y que ahora se notaban más, a mí me quedaba un largo atardecer fuera haciendo lo que más me gustaba.

Un atardecer diferente

La cobertura de nubes de la predicción meteorológica para aquellos días me hizo pensar que encontraría atardeceres llenos de intenso rojo y naranja y colores crepusculares suaves. Además, pensaba encontrarme primeros planos con llamativos bloques de hielo flotando en las lagunas.

Todo fue bastante diferente. La niebla sólo dejó ver claros fugaces a media tarde. Luego se cerró completamente. La laguna de la Caldera, acurrucada y protegida por paredes formadas por enormes bloques de pizarra, apenas se resentía por el deshielo. No había en ella curiosos icebergs flotando en aguas oscuras ni fina película de agua.

Del mismo modo que la tarde anterior en la laguna de las Yeguas, era curioso ver cómo otras lagunas cercanas, la de la Caldereta y el lagunillo de la Calderilla, no tenían ni rastro de hielo. En estas últimas quería hacer fotografías simplificando la escena e incluir el reflejo de la montaña en ellas. Para lograrlo, utilicé un filtro neutro de 6 pasos, bajando así la velocidad de obturación lo suficiente para convertir el agua en un espejo. Cuando el viento comenzaba a soplar con más fuerza y la agitaba aún más, cambiaba el filtro por otro de 10 pasos para mantener esa calma en la superficie.

Luego, en la laguna de la Caldereta, la niebla llegó a ser tan espesa que lo ocultó todo y me permitió elegir composiciones muy simples. Para lograrlo, incluí la nieve que aún quedaba en el borde. Mi intención fue crear una composición sencilla con bandas horizontales de tono y color diferentes. Apenas se veía más allá de dos metros.

El resto del atardecer siguió así. No hubo color crepuscular por ninguna parte.

El último amanecer

El despertador sonó una hora antes de la salida del sol. Me levanté con la incertidumbre de no saber si el cielo estaría de nuevo cubierto de nubes. Hacía mucho frío. Todo apuntaba a que la previsión de 10 grados bajo cero iba a ser cierta. Me abrigué con todo lo que llevaba y más.

Después de asomarme a la ventana, comprobé que el último amanecer había querido ser diferente. No mostraba ni una sola nube.

Al salir del refugio, el Mulhacén y la luna, reflejados sobre la laguna de la Calderilla con sus aguas en calma, me regalaron aquel espectáculo. No hizo falta utilizar ningún filtro para fotografiar esa escena.

El amanecer duró lo suficiente para moverme por las tres lagunas y fotografiarlas hasta que no fui capaz de explotar ningún encuadre más.

Cuando el sol terminó de despuntar y la magia de la luz desapareció, fue hora de plegar el trípode y volver al refugio a empaquetarlo todo y emprender el camino de vuelta. Después de dos noches y muchas sensaciones, los 14 kilómetros hasta el coche fueron duros.

La añorada suprema decepción

Encontrarme condiciones imprevistas y diferentes a las que imaginaba que vería no significa que fuesen malas. La niebla permitió envolver la montaña en un velo mágico, dejando entrever los fondos nevados, simplificando el número de elementos a meter en el encuadre. Y la luz difusa azulada permitió transmitir mejor el aspecto frío e inhóspito de la montaña.

Estoy seguro de que este lugar puede mostrar momentos mucho más impactantes que fotografiar, y por tanto insistiré. Pero encontrarme algo diferente a lo que tenía pensado no ha supuesto ninguna decepción tal y como decía Ansel Adams con su famosa frase: «la fotografía de paisaje es la prueba suprema del fotógrafo y, a menudo, la suprema decepción».

Cuando estoy lejos de la montaña deseo que esa suprema decepción pudiera repetirse más a menudo.

Atardecer en la Laguna de la Caldereta, primavera 2014

Hace poco estaba tomando esta fotografía en la laguna de la Caldereta, a 3.000 metros, bajo una niebla que se mantuvo todo el día y que sólo por unos instantes dejaba ver más allá de unos pocos metros. Ese día, la temperatura fue tan baja que el termómetro no llegó a los cero grados en ningún momento y el sol se mostró sólo un tiempo muy breve al comenzar la mañana.

Llegar hasta esta laguna me llevó a andar más de 15 kilómetros desde el coche, haciendo parada la noche anterior en la laguna de las Yeguas en la que tomé la fotografía del artículo anterior, donde las nubes ya insinuaron cómo iba a ser el día siguiente.

En este día la niebla no dio tregua y no hubo ningún atardecer con un sol ardiente entre nubes de intenso naranja o rojo, ni un suave colorido crepuscular. La paleta de color que se mostró durante todo el día fue reducida, de tonos azulados y verdosos al atardecer hasta que la luz se fue apagando poco a poco, y con un ambiente misterioso como el que se ve en esta fotografía, donde se insinúa al fondo el puntal de la Caldera, con su laguna aún helada y la nieve cubriendo aún toda su cubeta. Sorprende ver que estando tan cerca una laguna esté helada casi por completo y otra totalmente deshelada y sin apenas neveros en su borde.

En breve prepararé una serie con fotografías similares a ésta, de las tres lagunas del circo de la Caldera, con esa paleta de color reducida en la que abundan azules y verdosos, aunque dependiendo de la profundidad alguna se muestra más verde y otra más rojiza.

Ésta vez me ha costado decidirme por el color y pensé en crear la serie en blanco y negro, puesto que al principio no me convencía este juego de colores, pero el resultado final me ha acabado gustando.

El reto en esta serie ha sido encontrar una temperatura de color en el RAW que equilibrase bien el azul y verde y encontrar un punto de exposición que dé misterio pero que conserve detalle en las sombras.

De aquellos días, el siguiente amanecer fue totalmente distinto y las nubes desaparecieron por completo, creando una banda crepuscular en la que las fotografías quedaron diferentes a las de esta tarde, pero esa ya será otra historia.

Lagunas de Sierra Nevada, primavera 2014

Esta es la primera fotografía de una sesión durante un fin de semana entero en Sierra Nevada con mucho frío y muchas nubes. Una escena fría de la Laguna de las Yeguas, cuya capa de hielo empieza a resquebrajarse creando líneas llamativas y las nubes al fondo dejan entrever la arista del Cartujo.

Las lagunas más grandes o en zonas a las que llega un sol con menos intensidad aún se resisten a dejar el hielo. Otras más pequeñas y más expuestas al calor ya se muestran en todo su esplendor, un oasis que en breve desaparecerá cuando se agoten los neveros que las nutren y los implacables rayos de sol del verano las evaporen y las filtraciones les roben su esencia.

Como ya es habitual, la hoja de contactos está latente y espera paciente a que pueda dedicarle el tiempo que se merece, observando cada fotografía con mimo y con cuidado, seleccionando y descartando las que nunca verán la luz y dando forma poco a poco a las que acabarán viéndola.

Atardecer con vistas al valle del Lanjarón, primavera 2014

Aunque parezca raro, cuando subo a la montaña, mi meta no suele ser llegar hasta una cima. Cuando voy, lo que busco es lo que llamo «fotografiar la montaña» y no «fotografiar desde la montaña». Para mí, la protagonista debe ser la cima, por lo que procuro buscar un punto de vista inferior que la muestre majestuosa, altiva, y le dé la posición de superioridad que se merece.

Para dotar la composición de cierto movimiento visual procuro buscar un elemento en primer plano que aporte un diálogo entre ambos y, con permiso de la meteorología, un cielo parcialmente cubierto que termine de aportar volumen y no deje un cielo demasiado plano. Y para finalizar, una luz suave crepuscular de espaldas al sol.

Cuando aquella tarde decidí subir hasta la laguna del Caballo y fotografiar el valle del río Lanjarón no cumplí exactamente mi premisa y terminé subiendo a la cima del Caballo, donde la improvisación triunfó sobre la premeditación.

En mi mente visualizaba una escena desde la laguna en deshielo con un primer plano que destacase la textura los bloques de hielo agrietados, con el valle del río Lanjarón como línea que guiase la vista hacia el Veleta en una posición alta y dominante. Las manchas negras del deshielo en el valle romperían la uniformidad del blanco de la nieve dando un aspecto de piel de dálmata. Al final, el tiempo disponible provocó el cambio de plan.

La vía más corta y suave para llegar a la cima del Caballo, el tresmil más occidental de Sierra Nevada, con sus 3.022 metros de altitud según el GPS, parte desde el mirador de la Rinconada de Nigüelas. Requiere una corta travesía de poco más de cinco kilómetros y superar casi unos 1000 metros de desnivel, que había previsto hacer en unas tres horas, paradas para buscar posibles encuadres incluidas.

Para llegar al punto de partida hay que recorrer una pista de tierra en muy mal estado durante unos 12 kilómetros, superando un desnivel de 1150 metros.

Ya salía tarde sin prever que la ruta por la pista de tierra me llevaría bastante tiempo. Tardé una hora en esta parte hasta dejar el coche en el mirador. Viendo que había perdido una hora de luz y que no llegaba a tiempo, aceleré el paso y conseguí llegar en dos horas y media, un tiempo que sorprendentemente encaja bien con la regla de Naismith. Esta regla para estimar la duración de una ruta dice que hay que sumar una hora por cada 5 kilómetros de recorrido y 1 minuto por cada 10 metros de altura ganada.

La obsesión por llegar y no perder la sesión hizo que no parase nada más que para atarme mejor las botas, que no me había atado muy fuerte para poder subir más cómodo, así que no hubo tiempo para buscar encuadres ni disfrutar del camino.

Llegué diez minutos antes de la puesta de sol y ya no había margen para bajar hasta la laguna, así que, a menos de 100 metros de la cima, decidí subir hasta ella e improvisar y sacar algo de aquella caminata.

Como el ascenso por esta parte está muy expuesto al sol, el deshielo ya se hacía notar en el camino, y sólo había que atravesar un par de neveros con nieve blanda que no requería usar crampones, además, el sol era agradable y no había ni rastro de viento.

Al llegar a la cumbre se levantó un viento fantasma salido de la nada, así que tuve que ponerme abrigo a toda prisa y sacar el equipo y desplegar el trípode antes de que la luz bajase mucho. Esta vez más que nunca, no hubo tiempo ni para comer ni para beber.

Arriba había pocos elementos en primer plano para componer y poco margen para cambiar el punto de vista. Mientras daba rodeos buscando algo que meter en el encuadre, el sol comenzó a pintar las nubes más al fondo en dirección Este, mientras que una nube más cercana y a la derecha y las que cubrían la cima del Veleta quedaban en sombra y de color blanco, haciendo que la mezcla fuese un tanto peculiar. Al final, para rellenar el primer plano encontré esta línea de piedras oscuras que la nieve ya no cubría y que sirvió como vector para dirigir la mirada desde el primer plano hacia el fondo.

La escena tenía una luz muy equilibrada, la nieve reflejaba la luz y el tono quedaba bastante cercano al que tenía el cielo, por lo que no hizo falta utilizar más que un filtro degradado neutro duro de 1,5 pasos para conservar el volumen y detalle de las nubes.

Cuando el sol dejó de pintar las nubes y me cansé del encuadre inicial, varié el primer plano utilizando como vector que dirigiese la vista este hilo de nieve sobre las rocas oscuras.

Por último cambié a formato horizontal para tener una vista más amplia del valle, y busqué rellenar el segundo plano con esa suave diagonal blanca que formaba la cima nevada. Para pintar las nubes utilicé un filtro de color sobre el cielo sujetándolo con la mano y quitándolo antes de que el obturador se cerrase, dejándolo delante del objetivo el tiempo suficiente para dar ese toque de color sin que llegase a tener demasiada presencia en el cielo.

Cuando la luz cayó demasiado, y ya no había mucho más que hacer, allí me quedé un rato, a más de 3000 metros y a oscuras, contemplando la vista lejana de la ciudad iluminada.

Fotografiando desde el Cerro del Caballo, Sierra Nevada, primavera 2014

Fotografiando desde el Cerro del Caballo, Sierra Nevada, primavera 2014

De vuelta, el cansancio que tenía era tal que tardé casi el mismo tiempo en la bajada. Media hora después de comenzar el camino de vuelta la luna apareció y me acompañó durante el resto del tiempo, iluminando levemente el camino hasta el coche, al que llegué exhausto más tarde de la media noche, y aún me quedaba bajar por aquella pista de tierra durante una hora más.

Ensenada de Mónsul, Cabo de Gata, 2014

He visto situaciones distintas en esta playa virgen de Cabo de Gata, cuyas rocas ponen de manifiesto de forma clara su origen volcánico. La primera vez que estuve allí, hace catorce años, la playa tenía más arena, llegando incluso a unir esta ensenada con su vecina Ensenada de la Media Luna, que está más al oeste. En ésta ocasión, la arena había retrocedido, dejando al descubierto rocas caídas de la punta del Mónsul, cubiertas de verdín, y separando ambas ensenadas.

La playa está rodeada por promontorios y acantilados formados por impresionantes lenguas de lava fosilizada. Cuando éstas llegaron hasta el mar y se solidificaron, la fuerza del agua las fue erosionando hasta que tomaron esta forma tan llamativa que hoy vemos. Además, la erosión fue haciendo que las rocas se desprendieran y cayeran al mar, creando este ecosistema en el que proliferan las algas y que aportan este matiz verde intenso a un paisaje tan agreste.

Era primavera cuando me acerqué a esta playa la tarde y noche anterior, en la que estuve fotografiando desde la ensenada de la Media Luna mirando hacia el Este, intentando captar escenas con la suavidad del crepúsculo del atardecer. Fue el momento en el que me fijé en las rocas, especialmente esa roca cubierta de algas blancas, y pensé en utilizarlas como primer plano de una vista más amplia con la peineta del Mónsul de fondo.

A la mañana siguiente regresé. Sin calcular bien la hora de la salida del sol y el tiempo de trayecto, me había levantado tarde, así que ya de camino el sol comenzaba a despuntar y pensé que había perdido la oportunidad de fotografiar este lugar con la luz suave del amanecer.

Cuando por fin pude aparcar el coche, salí corriendo trípode al hombro hasta la playa para colocarlo en el lugar que ya tenía visto desde la tarde anterior y así poder fotografiar el cielo crepuscular que había en ese momento. La playa estaba desierta, y mientras corría como un poseso con la vista clavada en la peineta, no me di cuenta hasta estar casi justo al lado que había tres campistas que estaban durmiendo con sus sacos en la arena, casi al borde del agua. La verdad es que me cuesta entenderlo, porque la humedad y el frío de la mañana eran tremendos, así que dormir en esas condiciones no debe ser nada agradable durante esta época, por no mencionar el susto que una de ellas se llevó cuando, al despertarse -supongo que por el frío- para ponerse algo de ropa, vio que un tipo se acercaba desde lejos corriendo con tres palos negros al hombro. Lo más cómico es que estaba en top-less, así que estar de esa guisa en una playa desierta al amanecer y ver que alguien se acerca corriendo debe causar una impresión de película. Yo llegué y me lié con la cámara y los filtros, así que cada uno siguió a lo suyo, los campistas a seguir durmiendo y yo a fotografiar.

Después de fotografiar la ensenada desde el Este con el crepúsculo como telón de fondo y entretenerme un buen rato en la mitad de la ensenada fotografiando la peineta con la arena suave como primer plano, volví a esta parte para fotografiar esas rocas con la escena que había visto la tarde anterior. El sol ya estaba alto, pero las nubes fueron tomando más presencia y suavizando los rayos de sol.

Elegí este encuadre procurando rellenar el primer plano con las rocas cubiertas de verdín a modo de base. Luego intenté que la roca cubierta de blanco quedase a la derecha, en el plano medio, iniciando así un recorrido visual desde la esquina inferior izquierda hasta la roca blanca en la derecha. El triángulo lo completó la peineta al fondo. Creo que esta segunda parte del recorrido es la que más peso tiene.

Una vez elegido el encuadre exacto, tras medir con el exposímetro de la cámara y ver que había una diferencia de unos tres puntos entre cielo y resto de planos, puse en el portafiltros un filtro degradado neutro de transición dura de tres pasos, colocando después sobre la ranura más cercana al objetivo un filtro de densidad neutra de diez pasos para bajar la velocidad hasta los 15 segundos.

El filtro de diez pasos no deja ver la escena, por lo que hay que encuadrar antes de colocarlo. Para esto, los filtros que van sobre portafiltros son mucho más cómodos que los filtros de rosca, así se puede quitar y poner el portafiltros cada vez con un simple gesto para quitarlo del objetivo. Además, esto facilita mucho poder ver hasta dónde se está calando el filtro degradado que estamos utilizando para reducir el rango dinámico que nos hemos encontrado en la escena y hacer que quepa en el rango que maneja el sensor de nuestra cámara y evitar todo lo posible quemar luces o empastar sombras.

Tras dos fotografías más de una escena similar simplificando algo el primer plano, me despedí de este lugar tan único.

Peñalara en azul intenso, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #2, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #2, primavera 2014

Los sentimientos ocultos en una fotografía

Se suele decir que una buena fotografía debe ser capaz de contar una historia por sí misma, sin necesidad de palabras.

Seguramente sea porque en realidad las mías no lo son, o quizá también, porque no posea la destreza necesaria que me haga capaz de captar ciertas vivencias, sentimientos y experiencias a través de un sujeto, un fondo, una composición y una luz más o menos especial, pero, si fueran buenas o tuviera esa destreza, ¿implica el hecho de que la fotografía cuente la historia por sí misma que la respuesta emocional que transmite al espectador es necesariamente la misma que la del autor? o más bien, ¿depende ésta de factores únicos como son la personalidad, la experiencia o las vivencias, la cultura y la manera de disfrutar y de ver del mundo de cada uno?.

Yo creo que no tiene por qué coincidir, y por tanto, hace tiempo que dejó de tener sentido para mí el hecho de publicar algunas de ellas, aquellas con las que tengo un vínculo especial, sin más, sin contar lo que hay detrás y la razón de ese vínculo. Supongo que de ahí viene este blog y este tipo de artículos.

Llegué al mundo de la fotografía tras un momento personal difícil, unos meses muy duros que acabaron de la forma más triste, irremediable y para siempre. La fotografía logró lo que buscaba, ocupar una parte de mi mente, ayudándome así a sobrellevar lo imposible de sobrellevar.

Hasta aquel momento, el trabajo era lo que me ayudaba, pero ése era un bálsamo de poca eficacia y del que abusaba, poco idóneo para mi mal, y que pronto disminuyó su efecto hasta dejar de tenerlo por completo.

Así, la fotografía se convirtió en lo que me proporcionaba el efecto real que buscaba, y lo logró, sobre todo, cuando descubrí que subir a la montaña a fotografiar los momentos que ésta me regala era el mejor bálsamo para no pensar, para vaciar mi mente y ocuparla con pensamientos nostálgicos, pero más amables.

Abusar de ella me provoca efectos secundarios que me obligan a pagar un peaje. Cada vez más, cuando salgo a fotografiar, cuando voy lejos, solo, en busca de ese bálsamo, una parte de mí se queda allí y ya no vuelve.

Tomar estas fotografías, y escribir sobre ellas y lo que siento cuando subo hasta esos lugares, cuando voy a buscar una dosis de mi bálsamo, me ayuda a encontrarme de nuevo con esa parte de mí que se quedó atrapada y que no volvió.

Peñalara en azul intenso #9, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #9, primavera 2014

Cuando estoy de nuevo aquí, en el mundo real, mirarlas una y otra vez, recordar aquellos momentos y volver a encontrarme con cada parte de mí que voy perdiendo, alarga, cada vez más, el efecto de ese bálsamo para no pensar.

Peñalara, mi bautismo en fotografía de paisaje de montaña en invierno

Aunque resulte extraño, un sitio tan masificado como Peñalara fue el lugar donde descubrí esto, un día a finales de otoño, tras la primera gran nevada de la temporada, ya al atardecer, en el que la temperatura era tan baja que incluso se heló el agua que llevaba en la botella atada a mi mochila.

Ya no había nadie en el camino ni en aquel lugar. Sucedió dando un rodeo a la laguna para buscar un encuadre. La nieve de otoño recién caída lo cubría todo, pero no estaba lo suficientemente compacta como para aguantar mi peso, así que me hundí varias veces hasta la cintura, y salir me costaba cada vez más, cuanto más luchaba para salir más me cansaba y más cansancio acumulaba.

Hasta que en una de esas ocasiones, tras pisar la nieve sin poder ver lo que había debajo, caí en un agujero tan profundo que me quedé hundido hasta el pecho. Estaba tan cansado que ya no hice nada por salir y me quedé quieto durante un buen rato.

Estar allí solo, hundido y en un completo silencio, apenas roto por el crujir del hielo de la cascada, hizo que mi mente se quedara clavada en aquel instante. Me sentí bien y me quedé allí, inmóvil, contemplando la nieve, el paisaje, las nubes y aquella luz tan pura, y no pensé en nada más.

Durante un buen rato seguí sin hacer nada por salir. Después de aquello, me costó salir del agujero, moviendo piernas y brazos, tumbándome y deslizándome sobre la espalda. Lo logré, y la mejor prueba de ello está en que hoy escribo este artículo.

Nunca he olvidado aquel instante, el primero en el que una parte de mí se quedó allí para siempre. Desde entonces ese instante regresa a mi mente cuando subo de nuevo a la montaña, sea ésta o cualquier otra, buscando tener de nuevo un momento así.

Cuando salgo, estoy allí solo y hago fotografías como éstas, eso es lo que siento y eso es lo que me recuerdan cuando las vuelvo a ver.

Despedida del invierno

Uno de esos momentos en los que salgo a buscar mi nueva dosis de bálsamo fue hace poco, a comienzos de esta primavera, de nuevo en Peñalara.

Por desgracia, los 2.428 metros de altitud de ésta, el pico más alto de la Sierra de Guadarrama, no son suficientes cuando acaba el invierno y el calor se vuelve implacable en el deshielo, por lo que las escenas minimalistas que nos regala la nieve pronto se convierten en un recuerdo que deja paso al verde lleno de vida.

Ya habían transcurrido dos semanas desde que comenzó la primavera y pocos días antes había estado nevando, así que decidí despedirme del invierno y subir a fotografiar el atardecer en Cinco Lagunas de Peñalara bajo esa nieve reciente. Pensaba que ya se estarían deshelando las lagunas, así que tenía en mente una fotografía que reflejarse en el agua la montaña todavía cubierta por la nieve.

Era sábado por la mañana. Estaba lloviendo y tampoco parecía que fuese a mejorar el tiempo durante la tarde, pero el cielo no estaba totalmente cubierto. Cuando pasa esto y llueve durante la tarde, hay cierta probabilidad de que pare de llover y se abran las nubes un poco más antes de la puesta de sol, dando algunos de los mejores espectáculos de luz que podemos fotografiar.

Así que iba buscando una fotografía de la montaña nevada, con un cielo así, y el reflejo de ambos en el agua de alguna de las lagunas, cosa que al final no sucedió.

La despedida merecía la pena y decidí correr el riesgo de que me cayese una buena ducha allí arriba. Me preparé para subir justo antes del atardecer, hacer el recorrido hasta Cinco Lagunas y llegar antes de que el sol se pusiese y comenzase el crepúsculo de la tarde.

Llegar hasta Cinco Lagunas desde el puerto de Cotos implica hacer una ruta corta, de poco más de nueve kilómetros ida y vuelta, con un desnivel acumulado suave, unos 580 metros de ascenso y otros 620 de descenso. Y si no te entretienes buscando encuadres y observándolo todo, se puede llegar a hacer en poco más de dos horas y media incluidas ida y vuelta.

Comienzo de la ruta

Cuando llegué al puerto de Cotos aún estaba lloviendo. A pesar de ello, y creo que es algo que nunca llegaré a entender, aún quedaban algunas familias de las que suelen aprovechar hasta el último metro cuadrado de nieve dura y embarrada que queda en la zona de principiantes de la antigua estación de esquí de Valcotos para darse un corto empujón en trineo.

Después de esperar más de media hora, el cielo me dio una tregua. En esa época atardecía poco después de las 20:30, y ya eran casi las seis de la tarde, así que decidí no esperar más, y tras cargarme a la espalda todo el equipo, comencé a andar.

Durante el primer tramo del trayecto, un paseo de poco desnivel y algo más de tres kilómetros, fui viendo cómo el deshielo ya estaba haciendo estragos.

Camino a Peñalara - Móvil

Camino a Peñalara – Móvil

El agua corría por todos los rincones y bajaba con fuerza por los arroyos, generando un murmullo que se fundía con el canto de los pájaros, un contraste con el silencio, a veces roto por el sonido del viento, al que nos tiene acostumbrados el invierno, y que aún persistía más arriba.

Arroyos en Peñalara - Móvil

Deshielo en Peñalara – Móvil

Días de lluvia así, y más cuando va cayendo la luz, ahuyentan a la mayoría, por lo que durante los primeros pasos del camino vi a los últimos montañeros que regresaban. Muy pocos se habían aventurado a salir aquel día para volver tan tarde. Mucho antes de llegar al cruce que desvía la ruta de la Laguna Grande y la Laguna de los Pájaros ya estaba completamente solo.

Tras la primera subida, ya podía contemplar una buena vista del circo de Peñalara y la zona de borreguiles que discurre por el curso del arroyo de la laguna. El deshielo ya llegaba hasta allí y la Laguna Chica empezaba a tener agua.

Borregiles de Peñalara - Móvil

Borregiles de Peñalara y Laguna Chica – Móvil

Circo de Peñalara - Móvil

Circo de Peñalara y Laguna Grande – Móvil

A partir del cruce el camino estaba mucho menos pisado y con más nieve, ésta estaba blanda y requería más esfuerzo seguir andando, cubriendo a veces hasta las rodillas. Confiado en que no sería así, no me había puesto las polainas, por lo que los pantalones acabaron empapados de rodilla para abajo, menos mal que tienen membrana impermeable y no calan. Llegó un momento en el que la huella incluso desapareció, signo de que pocos se habían animado a ir más allá de la Laguna Grande ese día, así que me costó un poco más seguir la ruta.

Cinco Lagunas y cómo usar los filtros degradados

Como siempre, el ojo fotográfico acaba venciendo al espíritu montañero, así que al final, parada tras parada para evaluar encuadres, tras pasar unas bonitas cascadas provocadas por el deshielo, llegué a Cinco Lagunas después de casi dos horas de camino, cuando ya quedaba muy poco tiempo para la puesta de sol.

No había ni rastro de lagunas, excepto la larga, con su forma de media luna y cubeta más profunda, que ya comenzaba a tener una fina película de agua en el borde que pegaba a la montaña. Su color azul intenso contrastaba con el blanco puro de la nieve que la rodeaba.

Dejé la mochila en el suelo y comencé a dar vueltas buscando encuadres, intentando no pisar escenas que pudiese estropear y luego arrepentirme.

Como las nubes cubrían Peñalara pero había bastantes claros sobre la cuerda larga, con cúmulos que se separaban y dejaban a la vista algunas nubes pintadas por el sol del atardecer, decidí explorar escenas con aquel fondo. Así, me olvidé de la laguna y, tras un pequeño ascenso hasta el borde de la cubeta, empecé a buscar algún elemento con el que rellenar el vacío que suponía el primer plano cubierto de nieve. Encontré este grupo de rocas cubiertas de líquenes y rodeadas de trazas de nieve que conducían hasta ellas.

Estuve durante un buen rato probando diferentes encuadres, las rocas más cerca, más lejos, horizontal, vertical, otras rocas más al fondo como elemento en el primer plano, más protagonismo para la nieve, más protagonismo para el cielo y unas cuantas pruebas más, hasta que al final me decidí por estas rocas. De las fotografías que al final seleccioné, me he quedado con ésta en formato vertical porque creo que el protagonismo está en el cielo, y en especial en la nube que comienza a deshacerse en la esquina superior izquierda del encuadre.

Peñalara en azul intenso #1, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #1, primavera 2014

La diferencia de luminosidad no era muy alta, pero para conservar el volumen de las nubes, utilicé un filtro degradado neutro de 1,5 pasos que equilibrara cielo y nieve.

Las escenas con nieve ponen más fácil la técnica, ya que la nieve es más luminosa que el agua o la tierra, así que el contraste de tono entre cielo y suelo es menor y éste se puede manejar bien con filtros degradados que bloquean menos pasos de luz. Si la transición del degradado del filtro es dura, los filtros que bloquean menos luz dejan menos marca si no se mueven que los que bloquean más pasos, por lo que tomar la foto requiere una técnica más sencilla, basta con poner el filtro en el portafiltros y fijar el comienzo de la transición en su sitio.

Con luminosidades no muy bajas como en ésta, donde la velocidad del obturador que tenemos que configurar sigue siendo alta, la nieve lo facilita todo. Con la ausencia de nieve, el contraste cielo-tierra es mayor y tendríamos que utilizar un degradado que bloquee más pasos de luz. Si utilizásemos un filtro degradado con transición dura y tres pasos de diferencia, la marca podría notarse mucho si el horizonte no es muy plano, lo que nos obligaría a sostenerlo a mano y realizar un ligero movimiento arriba-abajo en lugar de fijarlo en el portafiltros, y para que nos dé tiempo a realizar ese movimiento y evitar dejar marca, deberíamos bajar la velocidad utilizando un filtro más, uno de densidad neutra no degradado que bloquee más luz y nos permita bajar la velocidad lo suficiente. Así que la nieve simplifica todo esto en escenas así.

Los filtros de transición suave también ayudan, pero para mi gusto la transición es demasiado suave y si necesitamos calarlos aún más, oscurecen más de lo que deseamos el primer plano o planos medios, por lo que los suelo utilizar en muy pocas ocasiones.

La laguna larga y la importancia de utilizar un buen equipo de montaña

Cuando la luz ya empezó a caer más, bajé hasta la laguna larga antes de perder la oportunidad de fotografiarla esa tarde. A pesar del esfuerzo, el cielo no se abrió ni un milímetro sobre Peñalara en toda la tarde, así que no hubo espectáculo de luz iluminando las nubes cuyo reflejo fotografiar en el agua.

Peñalara en azul intenso #3, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #3, primavera 2014

Tuve que poner cuidado para aproximarme hasta el borde, ya que a veces no sabes lo que estás pisando y puedes llegar a estar encima del agua y romper con tu peso la capa de hielo de forma repentina y acabar con los pies mojados por el agua helada. Si estás a varias horas de camino y de noche, cuando la temperatura baja aún más, tratar de llegar hasta el coche caminando con los pies mojados y helados durante mucho rato no sería muy agradable.

Para andar por estos sitios, donde se pisa mucha nieve, que suele cubrirte bastante, y a veces las temperaturas, sobre todo en invierno y cuando cae el sol, son bastante bajas, es fundamental equiparse con unas buenas botas de alta montaña con membrana impermeable, incluso para un fotógrafo, ya que vamos a estar recorriendo sitios de lo más variopintos, saliéndonos de las veredas y acercándonos más y más a cursos de agua y lagunas.

Incluso las veredas son atravesadas por cursos de agua con bastante caudal en época de deshielo, como fue el caso esta vez, y hay que meter los pies en el agua para seguir el camino. Si vas equipado con botas de este tipo y el agua no llega a superar la caña, te salvas de mojarte los pies y de arruinarte la sesión. Y estas botas, además de ayudar a no mojarte con su membrana impermeable, son las únicas que de verdad está preparadas para el frío extremo.

Además de las botas, cuando te sales de la huella para acercarte a un sujeto que quieres meter en primer plano o buscar un ángulo para un encuadre, también es fundamental utilizar los bastones para ir sondeando la nieve antes de pisarla y comprobar si está muy blanda y si hay mucha profundidad, y evitar así caer en agujeros muy profundos como me sucedió a mí aquella primera vez. Una próxima vez puede no haber suerte y llegar a golpearte la cabeza con una roca al caer.

Este día, al acercarme a la laguna, tuve suerte y el borde tenía cierta consistencia, por lo que, aunque llegué a meter los pies en el agua helada, que más bien parecía granizo, ésta no llegó a superar la altura de la mitad de la caña de mis botas. Así que no me mojé y además pude hacer fotografías metiendo el trípode en la laguna. Utilizando un gran angular intenté así lograr que la línea del borde del agua partiese desde abajo y guiase la mirada hacia la parte superior del encuadre, vertebrando la imagen.

Peñalara en azul intenso #4, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #4, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #5, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #5, primavera 2014

Las nubes iban bajando cada vez más y la noche se echaba ya encima. Poco antes de que la luz disminuyese hasta alargar el tiempo de exposición más allá de los 30 segundos, me subí un poco más sobre el borde de la cubeta y pude hacer estas fotografías en formato horizontal, intentando captar más reflejo de la montaña cubierta de nubes bajas sobre la laguna.

Peñalara en azul intenso #6, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #6, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #7, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #7, primavera 2014

Una última fotografía

Después de ello, y aunque la cámara engañe, la luz había desaparecido casi por completo. Di una vuelta atrás para andar unos cuantos metros y recoger la mochila, y beber agua, algo que no había hecho en toda la tarde.

Esta es otra de las situaciones que pasan al salir a fotografiar la montaña y que diferencian al fotógrafo del resto de montañeros. Cuando estamos ahí en la montaña y llega la luz mágica, ésta parece que nos hechice y ya sólo pensamos en fotografiarla. Pasamos horas en el mismo sitio, nos olvidamos de comer, de beber, y a veces incluso de abrigarnos cuando cae la temperatura al atardecer. Es un momento tan especial que sólo nos centramos en lo que más nos gusta hacer y nos olvidamos de todo lo demás.

Ya con la mochila a la espalda y tras dar los primeros pasos de vuelta, no resistí la tentación de hacer una última fotografía de la laguna completa. Aunque no lo parezca, a través del visor no se veía casi nada y no sabía si estaba encuadrando bien o no y si estaba abarcando la laguna completamente o la estaba cortando por alguna parte.

Cuando la luminosidad es tan baja y la velocidad de obturación cae por debajo de los 30 segundos y tenemos que pasar a modo bulb, ni siquiera el liveview es suficiente para ver lo que estamos encuadrando, y si es un plano muy abierto como éste donde no podemos iluminar con un frontal o linterna para ver lo que vamos a fotografiar y así ajustar la composición, sólo nos queda hacer una prueba con la ISO más alta que nuestra cámara permita y así ver cómo va a ser el resultado final.

Así, después de hacer esa prueba y ajustar el encuadre, tras poco más de dos minutos, me despedí de la laguna con esta última fotografía. Para que no me llevase más tiempo que aquellos dos minutos, me resigné a dejar un ISO de 400, en caso contrario, para disparar con el mínimo que soporta mi cámara, ISO 100, habría necesitado dos pasos más de luz, lo que habría supuesto 8 minutos de fotografía, un tiempo del que ya no disponía, además de que mi cámara no se comporta bien con largas exposiciones.

Peñalara en azul intenso #8, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #8, primavera 2014

Camino de vuelta

Ya era completamente de noche y empecé a caminar de prisa. Al salir siempre solo, como en esta zona no hay cobertura, como precaución suelo decir en casa la hora a la que tengo que llamar cuando he llegado al coche, y si no he llamado a esa hora y pasa una hora más, mi mujer sabría que algo no va bien y llamaría al servicio de emergencias.

Esa tarde no hice bien los cálculos de la ruta y al principio pensé que me llevaría menos. Una vez allí, y tras terminar la sesión, estimé que la vuelta desde Cinco Lagunas me llevaría al menos una hora y cuarto, pero ya sólo quedaba media hora para el momento en el que debía llamar ya en el coche.

Sabía que a la vuelta había una zona de baja de cobertura un kilómetro y medio más allá, tras una pequeña subida de 90 metros, aunque no siempre la hay. Así que aceleré el paso para llegar y comprobar si había cobertura, llamar y avisar de que llegaría más tarde. Afortunadamente, cuando llegué y desactivé el modo avión de mi teléfono móvil, había una cobertura mínima con la que pude llamar, y en una conversación entrecortada, decir que me retrasaba.

Sobre el modo avión, en la montaña, donde la cobertura es baja, y más aún si uno sabe que va a andar por zonas sin cobertura, es mejor activarlo. En caso contrario, el móvil consume más batería intentando encontrar redes disponibles y podríamos llegar a agotar la batería en un momento en el que la necesitemos y haya alguna zona de cobertura para poder llamar y que nos localicen. Yo, además de activar el modo avión, suelo llevar un segundo móvil apagado y con la batería completamente cargada por si acaso. Eso sí, todo depende de que logremos salir de una zona de sombra donde la señal no llega.

Tras la tranquilizadora llamada, ya pude desacelerar el paso y disfrutar del paseo nocturno que tanto me gusta y que tanto necesitaba.

Después de una hora, por fin llegué al coche y volví a casa con estas fotografías y con una nueva dosis de mi bálsamo.

De todas ellas me quedo con la número 7, porque me gusta cómo convergen la laguna y la montaña, por la frialdad que transmite el agua y porque el extremo de ambos parece flotar sobre la nada. La niebla reduce la escena a un mundo en el que sólo existe la montaña y la laguna, un mundo en el que hemos naufragado y del que no podemos salir, porque todo lo que lo rodea es un vacío infinito de color blanco, y si nos alejamos de ese mundo y nos adentramos en ese vacío infinito, nos perderemos para siempre.

Luces de primavera. Río Seco, Sierra Nevada, 2014

Río Seco #5, privamera 2014

La luna al amanecer sobre los raspones de Río Seco (Río Seco #5, privamera 2014)

Este lugar me causó una gran impresión la primera vez que lo vi en fotografías y atrapó en un instante mi mirada para siempre. Desde entonces ha estado en mi cabeza y supe que algún día estaría allí para fotografiarlo en un momento de luz especial.

Y ese día llegó. Fue a mediados de primavera, tras una travesía de dos días y 24 kilómetros, para contemplar un atardecer y un amanecer que nunca olvidaré. El tiempo pasará, pero al menos me queda esta galería de fotografías y muchos recuerdos de aquella aventura: Luces de Río Seco.

Aquel fue un atardecer lleno de sensaciones, atravesando pasos de nieve complicados mientras caía la luz y ésta mostraba sus azules más profundos y sus magentas y violetas más impactantes.

Tras ese atardecer la luz se despidió de mí para dejarme solo, ante una oscuridad sobrecogedora, en el centro del más absoluto aislamiento, en un paso con un desnivel complicado, rodeado de nieve y lejos aún de cualquier refugio.

Tampoco olvidaré aquel amanecer, tenue y silencioso. Me temo que no voy a ser capaz de describir la impresión que supone estar ahí, en ese lugar, solo en la oscuridad, en el fondo de su circo glaciar, hundido en la nieve y rodeado por sus crestones y raspones, en el más absoluto silencio, esperando a que llegue la luz.

Río Seco

Los raspones y los crestones de Río Seco son un conjunto de picos y crestas que se suceden uno tras otro y que custodian muy de cerca un grupo de lagunas de alta montaña.

Río Seco #2, privamera 2014

Raspones de Río Seco al amanecer con la cubeta del lagunillo alto cubierta por la nieve (Río Seco #2, privamera 2014)

Lo que para mí hace especial este lugar es la proximidad de altura de las lagunas a los picos, que parecen tocarse, y la explosión y sucesión de picos en línea con una altura creciente, recordándome a la espina dorsal del esqueleto de un gran Stegosaurus.

Circo glaciar y divisoria de mares

El conjunto de lagunas se asienta en el circo glaciar de Río Seco, a una altura de 3.000 metros. Éste es un circo de baja sobreexcavación, de ahí que las lagunas queden casi al pie de los picos.

Río Seco #14, privamera 2014

Amanecer con luna decreciente. Los raspones de Río Seco se elevan sólo a unos 100 metros por encima de la cubeta del circo glaciar (Río Seco #14, privamera 2014)

Los picos más altos, los crestones, rondan los 3.200 metros de altura. La cuerda en la que se ubican los crestones forma parte de la divisoria de mares Atlántico-Mediterráneo. La divisoria de mares separa aquellas lagunas y ríos de Sierra Nevada que vierten aguas a los principales ríos que desembocan en el Atlántico o en el Mediterráneo. La cara norte acaba vertiendo aguas al Guadalquivir (Atlántico) y la cara sur vierte al Guadalfeo (Mediterráneo). Esta divisoria de mares forma parte de la gran divisoria del Mediterráneo, que parte de Cádiz y termina en la región italiana de Apulia, y que separa aguas del Mediterráneo de las del Atlántico, Mar del Norte y Mar Adriático.

Las lagunas se alimentan del deshielo de la nieve acumulada en los crestones y raspones y forman el nacimiento del Río Seco, que une sus aguas al río Mulhacén, pasando luego por el río Poqueira y el río Trevélez, hasta llegar por fin al río Guadalfeo, que acaba en el Mediterráneo. Así, estas lagunas forman parte de la vertiente sur de la divisoria de mares.

Río Seco #3, privamera 2014

Amanecer en la cuenca de Río Seco, con el valle de Poqueira al fondo (Río Seco #3, privamera 2014)

La travesía hasta el punto más alto

Llegar a este lugar en invierno o primavera no es fácil y así fue. La acumulación de nieve hace que los pasos sean complicados, con una pendiente considerable, y en los que hay que tener cuidado con los aludes de placa.

Vuelta al día siguiente: paso de nieve complicado antes de llegar al Collado del Lobo (Ruta río Seco #24)

Vuelta al día siguiente: paso de nieve complicado antes de llegar al Collado del Lobo (Ruta río Seco #24)

El punto de partida más cercano a Río Seco está a 10 kilómetros, la Hoya de la Mora, a una altura de 2.500 metros, y hay que pasar por el collado de la Carihuela, a unos 3.200 metros, a los pies del Veleta, que es el punto más alto de la travesía.

Como en esa época atardece casi a las 21:30, ese día decidí subir ya por la tarde, comenzar mi ruta sin un destino fijo, ascendiendo por Cauchiles casi hasta las posiciones del Veleta, hasta tener a la vista la Laguna de las Yeguas y los Lagunillos de la Virgen. Si los veía suficientemente deshelados, bajaría y fotografiaría el atardecer en esta laguna o en los lagunillos y volvería a casa al anochecer. Si no, llegaría hasta el collado de la Carihuela a echar un vistazo y ver de lejos por primera vez los Raspones de Río Seco.

En la antigua carretera que llega hasta el Veleta, desde hace años cortada al tráfico, la nieve aún tenía un espesor considerable, y aunque hacía bastante calor, la nieve estaba lo suficientemente dura para permitir andar con relativa comodidad.

Ruta Río Seco #1 - Móvil

Espesor de la nieve en la antigua carretera al Veleta (Ruta Río Seco #1 – Móvil)

Tras un rato de camino, el Veleta parecía cada vez más cerca.

Ruta Río Seco #2 - Móvil

El veleta cada vez más cerca (Ruta Río Seco #2 – Móvil)

En esta ruta hay que atravesar varias pistas de esquí, aunque a la hora a la que subía ya estaba cerrada la estación y no había rastro de esquiadores, tampoco de montañeros. El silencio se rompía con el ruido de las máquinas pisa pistas, que ya trabajaban acondicionando la nieve para el día siguiente.

Ruta Río Seco #3 - Móvil

Pistas que atraviesa la ruta que llega hasta el Veleta (Ruta Río Seco #3 – Móvil)

Ruta Río Seco #4 - Móvil

Cara oeste de la sierra, dominada por las pistas y remontes de la estación de esquí (Ruta Río Seco #4 – Móvil)

La ruta también discurre por tramos de la antigua carretera al Veleta, tramos que ahora son pistas de esquí de fondo.

Ruta Río Seco #5 - Móvil

Pista de esquí de fondo sobre la antigua carretera que lleva hasta el Veleta. Al fondo los Tajos de la Virgen y la arista del Cartujo (Ruta Río Seco #5 – Móvil)

Algunas nubes rondaban la cuerda que va desde el Veleta al Caballo, y decidí parar, sacar la cámara y hacer esta fotografía que muestra el puntal de Loma Púa a la izquierda y termina en la arista del Cartujo a la derecha.

Nubes sobre los Tajos de la Virgen, el Tozal del Cartujo y el Caballo (Ruta río Seco #1)

Llegando al Collado de la Carihuela, nubes sobre los Tajos de la Virgen, el Tozal del Cartujo y el Caballo (Ruta río Seco #1)

Al girar la mirada a mi derecha vi como las nubes empezaban a cerrar la vista sobre el valle del Dílar. El Trevenque había desaparecido, y las nubes dejaban entrever el radiotelescopio del observatorio del IRAM, una inmensa parabólica de 30 metros de diámetro que fue construida en cuatro años (desde 1980 a 1984) y situado a 2.850 metros de altitud, que es utilizado cada año por más de 250 astrónomos que desarrollan allí sus proyectos científicos.

Antes de llegar a la Carihuela, las nubes cierran la vista del valle del Dílar (Ruta río Seco #2)

Antes de llegar a la Carihuela, las nubes cierran la vista del valle del Dílar, dejando entrever el radiotelescopio del IRAM (Ruta río Seco #2)

Pasadas dos horas y tras unos cinco kilómetros, tuve a la vista la Laguna de las Yeguas, que estaba completamente helada.

Laguna de las Yeguas helada (Ruta Río Seco #6 - Móvil)

Laguna de las Yeguas helada – abajo a la derecha (Ruta Río Seco #6 – Móvil)

El plan inicial cambiaba, ya que no había laguna en la que fotografiar el atardecer, así que decidí continuar hasta el refugio de la Carihuela y echar un vistazo a Río Seco desde lejos. Llegué a la Carihuela tras casi tres horas de subida.

Refugio de la Carihuela (Ruta Río Seco #7 - Móvil)

Refugio de la Carihuela (Ruta Río Seco #7 – Móvil)

La pesada carga del fotógrafo que sube a la montaña

Hay dos diferencias notables entre un montañero y un fotógrafo y que condiciona mucho el esfuerzo y los tiempos de subida en una travesía.

La primera es el peso del equipo. Cada vez que hago una ruta, aunque sólo sea de un día o una tarde, subo con una mochila tan grande que la gente, cuando cruzamos conversación en el camino, suele creer que voy a pasar varios días en la montaña. Y la realidad es que ésta va cargada casi al completo de equipo fotográfico, que además tiene un peso considerable, varios objetivos entre 1 y 1,5 kilos cada uno, la propia cámara y su bolsa, que ocupan mucho volumen, la bolsa de los filtros, el voluminoso y pesado trípode con su rótula igual de pesada, flash, linternas, etc.

Además de esto, hay que cargar con el equipo de montaña (crampones, bastones, ropa,…) y con la comida y el agua, lo que en total suma más de 16 kilos a la espalda, en una mochila con un volumen de entre 60 y 70 litros. Esto sólo para un día, por lo que si añadimos equipo para pasar la noche y agua y comida para varios días, el peso puede llegar a ser insoportable y la velocidad de marcha muy lenta.

A veces, cuando me he puesto la mochila en los hombros sin haber metido aún el equipo fotográfico, la diferencia que noto es abismal, dándome la impresión de que no llevo nada a la espalda. Cuando la cargo con el equipo, la sensación cambia totalmente.

La segunda diferencia es que los ojos de fotógrafo nos alargan más de la cuenta los tiempos de parada, ya que éstos nos entretienen cuando se quedan clavados buscando encuadres y nos ponemos a hacer varias fotografías buscando documentar una composición que vemos con potencial para una próxima vez.

El ritmo más lento por el peso, unido a tanta parada, nos hace sumar al menos entre un 20 y un 30 por ciento a los tiempos que solemos ver en los libros de rutas.

A estas dos diferencias se suma que buscamos una luz especial, por lo que solemos andar por la montaña a horas en las que el resto ya está, o aún está, descansando en los refugios o en sus tiendas. Mientras tanto, para nosotros la visibilidad en la ruta se reduce hasta tal punto que la velocidad de marcha cae considerablemente y el tiempo se alarga más y más.

Una decisión difícil

Tras llegar a la Carihuela, desde allí eché un vistazo a mis queridos Raspones.

Vista sur de Sierra Nevada con los raspones de Río Seco en el plano medio y el Mulhacén y la Alcazaba tapados por las nubes (Ruta Río Seco #8 - Móvil)

Vista sur de Sierra Nevada con los raspones de Río Seco en el plano medio y el Mulhacén y la Alcazaba tapados por las nubes. Delante, el Cerro de los Machos (Ruta Río Seco #8 – Móvil)

Ahí estaban, tan cerca, después de tanto esfuerzo para subir hasta allí. Una extensa nube cubría el Mulhacén y la Alcazaba, dejando a la vista el Puntal de la Caldera, los raspones y los crestones de Río Seco. Fue una gran sensación tener delante de mis ojos y tan cerca aquel lugar que soñaba fotografiar.

La tentación de tenerlos al alcance de la vista y poder llegar hasta ellos era fuerte. Y así empezó a rondar en mi cabeza, cada vez con más fuerza, la idea de llegar hasta allí.

Aún quedaban casi dos horas de luz, pero la nieve acumulada en el paso que había que atravesar para llegar a ellos imponía.  Sabía que si lograba llegar hasta Río Seco antes del crepúsculo del atardecer, volver de noche por aquel paso de nieve sería muy complicado y tardaría muchas horas en llegar hasta el coche, demasiadas horas andando de noche por la montaña y cansado, por lo que era inviable llegar y volver. Así que tenía que decidir si aventurarme e intentar llegar hasta allí o volverme y no tener nada después de haber llegado tan cerca.

Nieve acumulada en el paso bajo el Cerro de los Machos (Ruta Río Seco #9 - Móvil)

Nieve acumulada en el paso bajo el Veleta y el Cerro de los Machos (Ruta Río Seco #9 – Móvil)

La nieve acumulada dejó de preocuparme demasiado cuando unos montañeros que se preparaban para dormir en el refugio de la Carihuela me dijeron que venían desde el Mulhacén unas pocas horas antes, donde habían pasado la noche anterior, y que habían pasado por el camino con una huella muy marcada.

Después de pensar durante un buen rato, el impulso se apoderó de mi mente. Pensé en llegar, fotografiar el atardecer, y como ya no podría volver, continuar aún más lejos para pasar la noche en un refugio a unos dos kilómetros más al Este. La tentación de llegar hasta allí y las ganas de ver aquel lugar con la luz del amanecer terminaron de cegarme. Así que decidí comenzar a andar. Aquella duda me había llevado a estar parado en la Carihuela más de media hora, así que ya quedaba menos aún para que anocheciese.

Llevaba suficiente comida, poca agua, aunque esto tenía remedio, y ningún equipo para pasar la noche, pero como la temperatura no llegaría a bajo cero, pensé que podría pasar la noche dentro del refugio, bien abrigado y con dos mantas de emergencia que siempre llevo en la mochila. Y así fue.

Las horas más duras del camino

Tras una bajada hasta los 3.100 metros, y pasada laguna de los Vasares del Veleta, de la que no había ni rastro, ya a los pies del Cerro de los Machos, el camino empezó a ponerse muy difícil, el paso comenzó a tener una gran pendiente y todo se fue complicando, con nieve relativamente dura, lo que me obligó, a pesar de ver restos de desprendimientos de roca, a parar donde el carril de tierra aún tenía claros y ponerme los crampones. Esto, unido a las paradas continuas para hacer fotografías de esta parte del camino, me retrasó demasiado.

El camino comienza a complicarse, con un desnivel considerable (Ruta río Seco #3)

El camino comienza a complicarse, con un desnivel considerable. Un claro en la pista de tierra, aunque con desprendimientos de roca, me sirve para parar y ponerme el equipo (Ruta río Seco #3)

Cuando vuelvo a ponerme en marcha y miro hacia adelante, me doy cuenta de que al fondo las nubes comenzaban a taparlo todo. Ya no hay rastro de la Alcazaba ni del Mulhacén, ni de Loma Pelada ni del Puntal de la Caldera. Los raspones y crestones apenas se ven. Empecé a pensar que si la niebla lo cubría todo, la noche caería todavía más de prisa y ver el camino se complicaría todavía más.

Ruta río Seco #4

Paso al atardecer bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #4)

Más tarde, tras avanzar unos cuantos metros, el viento comienza a despejar de nuevo el fondo y esto me da algo de tranquilidad, ya que veo que el paso cada vez tiene más pendiente.

Paso con cierta pendiente bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #6)

Paso con cierta pendiente bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #6)

Miré hacia atrás y allí quedaban los restos de la pista, ya que la nieve comenzaba a cubrirlo todo.

Vista atrás de los restos de la pista y nieve sobre el paso hacia el Collado del Lobo (Ruta río Seco #5)

Vista atrás de los restos de la pista y nieve sobre el paso bajo el Cerro de los Machos hacia el Collado del Lobo (Ruta río Seco #5)

Lo que pensaba que sería nada más que una hora de camino comenzó a alargarse más de lo que esperaba. Lo peor de todo es que aquella visión de la inmensidad de la montaña y de las luces del atardecer hicieron que no fuera consciente de que la tarde avanzaba demasiado.

Tras cinco horas desde que comencé, llegué al collado del Lobo. La vista de la sierra desde allí, con Veta Grande, el corral de Valdeinfierno y toda la cara norte,  impresionaba.

Vista de Veta Grande desde el Collado del Lobo (Río Seco #11, privamera 2014)

Vista de Veta Grande desde el Collado del Lobo (Río Seco #11, privamera 2014)

Vista desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #7)

Vista desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #7)

Aún ni había llegado a Río Seco cuando la luz ya había caído demasiado y me había perdido aquel magnífico atardecer durante el camino. Justo cuando ya dejaba atrás el Collado del Lobo, empecé a ver marcas de posibles fracturas de placa más abajo y comencé a preocuparme, pero supe que ya no había vuelta atrás, debía seguir y llegar al refugio antes de que las temperaturas comenzasen a bajar mucho y la noche se cerrase del todo atravesando aquellos pasos con tanto desnivel.

Valle del río Veleta. Luz muy baja antes de llegar a la puerta de los raspones (Ruta río Seco #8)

Valle del río Veleta. Luz muy baja antes de llegar a la puerta de los raspones (Ruta río Seco #8)

Un poco más adelante, último paso de nieve complicado antes de llegar a la puerta de los raspones (Ruta río Seco #9)

Un poco más adelante, último paso de nieve complicado antes de llegar a la puerta de los raspones (Ruta río Seco #9)

Ya ni me atreví a entretenerme para sacar el trípode y fui configurando la cámara, estirando los parámetros de exposición en cada fotografía para intentar mantener la mínima velocidad de exposición que mi pulso tolera, primero subiendo ISO hasta que la cámara ya no pudo con el ruido, luego abriendo el diafragma todo lo que el gran angular me permitía sin perder la profundidad de campo mínima que necesitaba aquel paisaje. Las últimas fotografías ya sufrían una falta de nitidez notable por la trepidación.

Vista del Puntal de la Caldera desde el Collado del Lobo. Última fotografía en la que la velocidad ya no permitía mantener una nitidez aceptable (Ruta río Seco #10)

Vista del Puntal de la Caldera antes de llegar a la puerta de los raspones. Última fotografía en la que la velocidad ya no permitía mantener una nitidez aceptable (Ruta río Seco #10)

Las fotografías ya no importaban

Y así hasta que poco a poco dejé de hacer fotos, guardé la cámara y mi mente ya sólo se centró en lo realmente importante, en llegar al refugio tan rápido como pudiese y con el mayor cuidado. Al final sólo había podido hacer unas pocas fotos del camino al atardecer, a pulso y sin el equipo adecuado, ninguna como me gusta, de forma calmada y reflexiva, con un encuadre y una composición bien pensados, meditados, desplegando el trípode en su sitio, midiendo la luz y colocando los filtros delante del objetivo, todo ello como si de un ritual sagrado se tratase.

El nivel de luz cayó tanto que el móvil sólo fue capaz de captar estas dos fotografías justo antes de llegar a la puerta de los raspones.

Paso de nieve con la noche cerrada (Ruta Río Seco #10 - Móvil)

Paso de nieve antes de llegar a la puerta de los raspones con la noche cerrada (Ruta Río Seco #10 – Móvil)

Último vistazo hacia atrás antes de pasar la puerta de los raspones (Ruta Río Seco #11 - Móvil)

Último vistazo hacia atrás antes de pasar la puerta de los raspones, aún quedaban 2,5 kilómetros y una hora y media hasta el refugio de Pillavientos (Ruta Río Seco #11 – Móvil)

Ya hacía frío y estaba tan cansado después de casi 6 horas que, pasada la puerta de la pista que atraviesa toda la sierra, tuve que pararme a descansar un rato, beber agua y ponerme el cortavientos, guantes y gorro. Hasta ese momento había pasado todo el día con una simple camiseta técnica y una gorra para taparme del sol.

Tras la puerta excavada sobre la roca de los raspones, el paso perdió algo de pendiente y fue más suave, pero la noche ya estaba tan avanzada que no veía el fondo del desnivel, y esto me preocupaba. Tras un rato, después de doblar la curva de la loma Pelada, la nieve desapareció, y aunque reapareció en unos pocos tramos, esto me dio un respiro, un alivio pensar que ya sólo se trataba de andar de noche por un carril de tierra, sin el riesgo de pisar nieve donde no debía y provocar algo grave.

Por fin en el refugio

Tardé una hora más en llegar al refugio desde la puerta de los raspones, a las 23:00. Y allí pasé la noche, abrigado y envuelto en mi manta de emergencia, en el refugio de los tres nombres, Pillavientos, Villavientos o «de Loma Pelá». Llegué tan cansado que ya no hice ninguna foto de aquel sitio ni me quedaron ganas de salir a hacer ninguna nocturna de la sierra.

Aunque los montañeros de la Carihuela me habían comentado que cuando pasaron el refugio estaba vacío, había una persona ya durmiendo, que se llevó un buen susto cuando entré allí a las tantas de la noche provocando un buen estruendo con la puerta de hierro que apenas encajaba. Aun así, tuve suerte, ya que no sé qué habría pasado si hubiese estado lleno, como parece que lo estaba aquella noche el refugio de la Caldera un par de kilómetros más allá.

Aquel montañero, después de reponerse del susto y del sueño, me dio algo de conversación mientras yo cenaba. No podía creerme, según me dijo, que llevara metido en el refugio desde las cuatro de la tarde, la misma hora a la que yo había comenzado mi ruta, perdiéndose el espectáculo y la magia de la luz del atardecer en inmejorable lugar. Supongo que a cada cual le gusta la montaña a su modo.

Calculando que la vuelta a Río Seco por la mañana temprano, aún de noche, me llevaría una hora, antes de dormir no olvidé programar la alarma de mi teléfono para las 5:40, de modo que pudiese estar un buen rato antes del amanecer junto a la laguna de Río Seco. Aquel día amanecería a las siete y media, pero el crepúsculo civil del amanecer comenzaría pocos minutos pasadas las siete de la mañana.

Pasé la noche envuelto en aquella manta y en un buen abrigo de plumas, utilizando el forro polar como manta para las piernas. El termómetro de temperatura ambiente que siempre llevo colgado en la mochila marcaba allí dentro unos 3 grados sobre cero. Aquello fue suficiente para pasar la noche, excepto la única parte para la que no llevaba abrigo. El frío en los pies, aun dejándome las botas puestas, no me permitió dormir en toda la noche, así que más que dormir, tuve la ocasión de descansar tumbado hasta antes del amanecer. Esta fue, además de otras cuantas, una lección más de lo que no hay que hacer, que es pasar la noche en la montaña sin el equipo adecuado.

En busca de la luz

Por fin sonó el despertador a las 5:40, algo que nunca he deseado con tanta intensidad, y no me costó nada ponerme en pie, recoger todo y comenzar el camino.

Llegué a Río Seco en media hora, la mitad de tiempo de lo que había tardado durante la noche, se notaba que aunque no hubiese dormido, al menos había descansado.

A pesar de que la luna aún brillaba, todo estaba bastante oscuro, pero poco a poco empezó a aparecer la luz. La laguna grande era una mancha de hielo, lo que me decepcionó, aunque ya lo esperaba después de ver la tarde anterior cómo estaba la laguna de las Yeguas, casi a 300 metros menos de altitud. Del resto de lagunas y lagunillos no había ni rastro.

Río Seco #4, privamera 2014

Amanecer en Río Seco #4, privamera 2014

Dejé la pesada mochila encima de una roca y me colgué la bolsa con el equipo y los filtros. Preparé la cámara, y ahora sí, el trípode, el portafiltros, los filtros a mano.

Di varios rodeos buscando encuadres, siempre en estos casos con la obsesión de no pisar nieve y dejar huella que fastidiase una composición, algo que nunca deja de ser estresante.

Río Seco #7, privamera 2014

Raspones de Río Seco al amanecer (Río Seco #7, privamera 2014)

Río Seco #6, privamera 2014

Amanecer Río Seco #6, privamera 2014

Ya tenía un encuadre inicial, del que estaba haciendo disparos de prueba a ISO muy alta, cuando en ese momento el crepúsculo comenzó a llenarlo todo de color y empezó el tiempo mágico que había estado soñando fotografiar.

Río Seco #1, privamera 2014

Amanecer en Río Seco #1, privamera 2014

Un vínculo intenso y extraño

En realidad soñaba con fotografiar los raspones y de los crestones salpicados de nieve y su reflejo sobre la laguna, con una fina película de agua formando un espejo, y la ausencia de esto, a ojos de un espectador que no ha vivido el momento ni sufrido para verlo, puede quitarle toda la espectacularidad a las fotografías que logré captar, y no llegar a ver aquello que yo veo reflejado cuando miro estas fotografías.

En cambio, para mí, el momento tan especial que viví hace que mantenga un intenso y extraño vínculo emocional con estas fotografías, vínculo que no he tenido nunca al fotografiar otros lugares. Creo que es la primera vez que entiendo de verdad a aquellos fotógrafos que hablan de cómo trataban de reflejar en su fotografía lo que sentían cuando la hicieron.

Hora de volver

Llega un momento en el que ya has explorado todos los encuadres que tu imaginación es capaz de ver en una única sesión, la luz se vuelve muy intensa, la magia del color desaparece y las emociones acaban dejándote agotado mentalmente, con lo que la creatividad ya no da para más. Ese es el momento de volver.

Y ese momento ocurrió después de que el crepúsculo fuera sucedido por unas ligeras nubes que aguantaron la luz suave hasta casi una hora y media. Tras recoger todo, beberme las pocas reservas de agua que aún me quedaban y comer todas las galletas y barritas que siempre llevo «por si acaso», me puse en camino.

En poco tiempo subí de nuevo a la huella trazada en la nieve por donde se suponía que transcurría la pista de tierra. Un último vistazo me permitió tomar esta fotografía de los Raspones desde arriba.

Último vistazo de los raspones desde la pista  (Ruta río Seco #18)

Último vistazo de los raspones desde la pista (Ruta río Seco #18)

La cicatriz de Sierra Nevada

Al rato llegué a la famosa puerta excavada en los raspones. Esto es algo que hoy día no se permitiría por ser una locura. Allí queda esta cicatriz de una gran herida hecha en el pasado a la zona más bonita de la sierra. Supongo que el daño ya está hecho y lo hecho, hecho está, no se puede reconstruir un raspón.

La puerta de los Raspones de Río Seco (Ruta río Seco #20)

Puerta de los Raspones de Río Seco (Ruta río Seco #20)

Algo parecido y que sí ha tenido remedio es el refugio Félix Méndez. Éste fue un refugio guardado que se construyó en los destructivos años 60 a orillas de la laguna grande de Río Seco. Otra más de las heridas hechas en el núcleo central de la sierra que hoy tampoco se habría permitido.

Para los que nos importa mantener el paisaje natural como tal, y más en esta zona tan especial, este refugio era, como se dice del Palacio de Carlos V en La Alhambra, «un santo con dos pistolas». Un edificio de dos plantas de altura estropeando el paisaje natural de ese bonito circo glaciar.

Esto sí tuvo remedio, y fue demolido a finales de los años 90, restituyendo el paisaje de este lugar tan maravilloso que nunca debía haber sufrido aquella huella humana tan visible. Aún quedan en otras sierras, como la de Gredos, huellas tan marcadas como la que fue este refugio.

En varias de las fotografías que tomé aparece en primer plano una base rocosa del circo glaciar sobre la que se asentaron los cimientos del refugio, y en ellas se pueden apreciar los restos de ladrillo que aún quedan.

Restos de ladrillo del antiguo refugio Félix Méndez (Río Seco #12, privamera 2014)

Restos de ladrillo del antiguo refugio Félix Méndez (Río Seco #12, privamera 2014)

Continuando el camino de vuelta

Pasada la puerta me volví a enfrentar a los pasos de nieve con un fuerte desnivel, y aún me quedaron ganas de fotografiar esta escena de un pequeño pico en la que un ligero cirro simula un humeante volcán.

Paso cargado de nieve tras la puerta de los raspones (Ruta río Seco #22)

Paso cargado de nieve tras la puerta de los raspones (Ruta río Seco #22)

Paso bajo el Cerro de los Machos visto desde la puerta de los raspones (Ruta río Seco #23)

Paso bajo el Cerro de los Machos visto desde la puerta de los raspones (Ruta río Seco #23)

Llegando al Collado del Lobo (Ruta río Seco #28)

Llegando al Collado del Lobo (Ruta río Seco #28)

Pero antes de seguir caí en la tentación de volver la mirada para despedirme de los crestones.

Mirada atrás hacia los Crestones de Río Seco (Ruta río Seco #21)

Mirada atrás hacia con los Crestones de Río Seco, el Mulhacén y la Alcazaba (Ruta río Seco #21)

A medio camino llegué al Collado del Lobo, donde estuve entretenido con la vista de la Alcazaba y el Mulhacén y el resto de picos del Este de Sierra Nevada, finalizando en el Picón de Jérez, el tresmil más alejado desde esta vista, y que coroné y en el que dormí un verano de hace muchos años cuando rondaba los dieciséis.

Además, desde el Collado del Lobo se podía ver Veta Grande, donde ya clareaba la nieve. La vista ya no era tan impresionante como la del atardecer anterior con aquellas nubes oscuras y amenazantes.

Veta Grande desde el Collado del Lobo a la vuelta (Ruta río Seco #29)

Veta Grande desde el Collado del Lobo a la vuelta (Ruta río Seco #29)

Mulhacén, La Alcazaba, Puntal de Vacares y otras cimas orientales desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #30)

Mulhacén, La Alcazaba, Puntal de Vacares y otras cimas orientales desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #30)

Y mirando hacia el sur ahora sí se podía contemplar bien el valle del río Veleta, donde no había rastro de los lagunillos del púlpito.

Valle del Río Veleta desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #31)

Valle del Río Veleta desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #31)

Ya avanzado el paso bajo el Cerro de los Machos, una mirada atrás y descubrí que me seguía una cordada de 3 seguida muy de cerca de otra de 4, que no logró alcanzarme hasta llegar al ascenso del collado de la Carihuela.

Cordadas que me seguían cuando ya llegaba al paso bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #32)

Cordadas que me seguían cuando ya llegaba al paso bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #32)

Mientras tanto yo atravesaba el último paso complicado.

Camino de vuelta, último paso complicado bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #27)

Camino de vuelta, último paso complicado bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #27)

Una vez que logré llegar hasta el refugio de la Carihuela, ahí seguían los montañeros con los que había hablado el día anterior. En cambio, yo ya llevaba dos horas y media en ruta y una hora y media fotografiando en Río Seco.

Desde el collado de la Carihuela, tras una vista atrás para contemplar lo que ya quedaba lejos, pude ver una masiva fila de montañeros que acababa de pasar por la puerta, precedida de un montañero solitario y éste a su vez precedido por varias filas más que casi llegaban al Collado del Lobo, todos ellos sobre la Alcazaba como fondo. Supongo que tal cantidad de montañeros sería la que debía haber pasado la noche en el refugio de la Caldera, no me extraña que estuviese a rebosar aquella noche.

Desde la Carihuela, fila de hormigas siguiendo los pasos que había hecho momentos antes (Ruta río Seco #34)

Desde la Carihuela, fila de hormigas siguiendo los pasos que había hecho momentos antes (Ruta río Seco #34)

Un vistazo hacia el norte y ahí tenía la cara sur del Veleta, con la caseta-laboratorio bien visible.

Cara sur del Veleta (Ruta río Seco #33)

Cara sur del Veleta, desde el Collado de la Carihuela (Ruta río Seco #33)

Un esfuerzo más me llevó ya de bajada directa hasta las Posiciones del Veleta, que son restos de antiguas trincheras de la Guerra Civil. Tras éstas se veía el inmenso cortado de la cara norte del Veleta.

El ambiente había cambiado completamente tras pasar la Carihuela. De una sierra alpinista totalmente tranquila y en silencio, pasé a una sierra dominada por las pistas de esquí, remontes por todos lados, muchos esquiadores y ruido constante.

Última foto de la travesía, mirada atrás hacia el Veleta (Ruta río Seco #35)

Última foto de la travesía, mirada atrás hacia el Veleta (Ruta río Seco #35)

Y por fin, tras 21 horas de travesía, 24 kilómetros recorridos y un ascenso y descenso de más de 1000 metros, llegué exhausto al coche y terminó esta aventura.

Pico de la Maliciosa, Sierra de Guadarrama, primavera 2014

La Maliciosa #1

La Maliciosa #1

Para mí éste es el pico más fotogénico de toda la Sierra de Guadarrama. Con 2.227 metros de altitud, su nombre proviene de «montaña maliciosa» por lo escarpada y difícil de escalar que es.

Esta fotografía muestra su cara suroeste bajo un ligero manto de nieve de primavera, quien sabe si la última de este año. Las nubes bajas, que han cubierto la Sierra de Guadarrama durante todo el día, van despejándose al atardecer, dejando entreverla por un instante antes de que las últimas luces suaves del crepúsculo se apaguen.

Primer intento

Dos días, mejor dicho, dos sesiones en dos días diferentes me llevaron a esta fotografía. Antes de subir ya tenía en mente dos esquemas con este fondo formado por las suaves diagonales que constituyen las laderas en esas tres capas con pendiente inclinada a la derecha del encuadre. También tenía en mente un primer plano totalmente cubierto de nieve, esperando encontrarme algún arbusto o mata en el primer plano para rellenar con algún motivo la uniformidad de la nieve y crear un diálogo entre el arbusto o mata y el pico en el fondo , pero cuando llegué al lugar ya sólo quedaban varias manchas de nieve intercaladas sobre la hierba, por lo que cambié un poco el esquema visual que tenía en mente.

El primer día, tras una hora y media de subida a pie con la pesada carga que supone todo el equipo, me encontré una espesa capa de niebla que no dejaba ver la montaña, es más, nada a más de cuatro o cinco metros. Una desilusión que pronto se vio calmada cuando decidí dedicarme a jugar con encuadres utilizando la niebla y el aspecto fantasmal de unos árboles solitarios que se dejaban entrever.

La Maliciosa ocultada por las nubes

La Maliciosa ocultada por las nubes

Ese primer día también me acompañó una lluvia persistente con un viento de cara que hizo muy complicado fotografiar, constantemente intentando tapar y secar el objetivo. El viento impedía utilizar un paraguas, de hecho, llevaba uno que quedó maltrecho con la primera ráfaga, además, no llevaba funda de lluvia para la cámara, que aguantó el tipo bastante bien para no estar sellada, al igual que el objetivo gran angular que llevaba puesto.

Como resultado, me pude llevar algo a casa, estas dos fotografías de los guardianes misteriosos entre la niebla que custodiaban a La Maliciosa.

Segundo intento

Fue el segundo día cuando logré hacer la fotografía que tenía en mente. No pude hacerla del todo como había pensado pues la nieve no cubría el primer plano por completo, pero gracias a ello la composición incluye esa línea diagonal que forma la frontera entre hierba y nieve y que se hace eco de las diagonales de las laderas.

Composición

Elegí un encuadre vertical para dar profundidad y simplificar la composición, descartando otros elementos y planos que hubiesen aparecido en un encuadre horizontal. La toma vertical recoge bien el pico en toda su altura y estira el recorrido visual.

Como en un principio tenía previsto, podría haber buscado una mata que cayese en la esquina contraria para marcar un diálogo directo en diagonal entre la mata y el pico que arrancase desde la esquina inferior izquierda, pero en este caso, al encontrarme con poca nieve y esa diagonal opuesta que suponía la frontera entre hierba y nieve , el recorrido visual de ese diálogo entre elementos se habría cruzado con diagonal de la nieve, interfiriendo con esta última y formando una X que no deseaba. Por eso prefiero que la mata, estando en la esquina inferior derecha, sea el punto de arranque de la línea diagonal que forma la nieve y no se crucen recorridos visuales. Así, el recorrido visual que yo hago tiene forma de zig-zag, comenzando por la mata, siguiendo la diagonal de la nieve y acabando en el pico.

Para mí, la presencia de capa de nieve en primer plano era importante, porque permite simplificar y dar uniformidad a la fotografía, además de hacer destacar mejor a la mata a través del contraste de tonos, que de otro modo habría pasado totalmente desapercibida. La verdad es que me cuesta buscar un primer plano en la montaña para recudir la complejidad de elementos si no hay alguna charca, laguna o nieve que lo simplifique.

La diagonal que forma la frontera nieve en primer plano, además de vertebrar el recorrido, divide la fotografía en dos zonas de tonos diferenciadas, claros en el inferior y oscuros en el superior. Aunque en principio podría haber un desequilibrio de peso visual entre zona superior (con más elementos) y zona inferior (más despejada), si nos guiamos por el criterio compositivo que indica que el tono blanco tiene más peso visual que el negro, y que la zona superior también tiene más peso que la zona inferior del encuadre, ambas quedarían compensadas. Además, de esto se encarga la mata aislada, que constituye un punto aislado que tira de la vista hacia abajo para que ésta no quede anclada en la zona superior.

Por supuesto, todos estos criterios dependen de factores culturales, por lo que mi lectura es personal.

Luz

La fotografía está hecha al atardecer, con el sol a la espalda, 45º a la izquierda, pero tapado por las nubes, lo que aporta la suavidad de la luz difusa, creo que así refuerza el aspecto frío de la imagen.

Además, tanto la difusión de la luz como el predominio del blanco de la nieve han hecho que la paleta de color quede bastante reducida, reforzando más aún la frialdad de la escena.

Técnica

Disparada con una apertura de f13. Tanto f11 como f13 son un buen compromiso si queremos obtener una profundidad de campo suficiente sin comprometer en exceso la calidad por la aparición de la difracción. El resto de datos técnicos son: ISO 100, 3.2 segundos de velocidad del obturador, distancia focal 22mm. Balance de blancos automático, medición de exposición puntual forzando el histograma a la derecha tomando como referencia la nieve del primer plano como punto más luminoso de la escena. Enfoque manual calculando hiperfocal.

La distancia focal es importante para dar tamaño y presencia a la montaña. Si hubiese disparado a la mínima distancia focal que tiene el objetivo (10-22mm, equivalente a 16-35mm), es decir, 16mm en formato completo, la montaña habría quedado demasiado pequeña. Por tanto, opté por utilizar una distancia mayor (35mm en formato completo) y alejar la posición de disparo, conservando el tamaño del primer plano a la vez que aumentando el tamaño del fondo.

Otras fotografías de la sesión

Aunque me quedo con ésta por cómo las nubes envuelven a La Maliciosa, durante la sesión pude mostrar este pico de forma más íntima, tal y como podemos ver en las siguientes fotografías que cierran el artículo.