Reflexiones

Fotografía en blanco y negro: la llave que abre la puerta a nuestro subconsciente

Cuando fotografiaban un amanecer o un atardecer, ¿se lamentarían Weston, Adams o sus precursores al no poder registrar con su cámara el color tan asombroso que debían estar contemplando sus ojos? Imagino que podría haber sido así hasta que la fotografía en color —y en especial la copia en papel— fue posible en la práctica. Sin embargo, sospecho que, al seguir utilizando el blanco y negro, aquellos que sobrevivieron a esa etapa no pensaban de tal forma.

La fotografía en blanco y negro posee, sin duda, una cualidad especial; algo que ha permitido a ese medio perdurar. Posiblemente aquellos fotógrafos que siguieron fotografiando en blanco y negro pensaban algo similar a la explicación dada por Richard Whelan en «Double Take». Es un libro que ya no se edita, pero que merece la pena leer. En él, Whelan establece una relación interesante entre fotografía en blanco y negro y visión subconsciente.

Según explica en el libro, la visión humana consciente es muy selectiva. Rechaza lo ambiguo o incongruente y sólo capta lo importante; más bien, lo que queremos ver. En cambio, la visión subconsciente se traga lo que hay delante de nuestros ojos directamente, sin filtrar. Si sustituimos visión por cámara, comprenderemos que la fotografía es como el subconsciente: registra imágenes vívidas intactas, con detalles que no han pasado por el filtro de la visión consciente.

Cuando creamos una fotografía, componemos y enmarcamos algo que nos gusta, algo que vemos conscientemente. Sin embargo, muchas de las decisiones que tomamos al crear la fotografía vienen condicionadas por lo que nuestra visión subconsciente puede captar y que nuestra visión consciente no es capaz de percibir. Por tanto, lo más sorprendente de la fotografía es que se trata de un acceso directo a la imagen que ha grabado nuestro subconsciente.

Al ver una fotografía en color creada por nosotros, es muy probable que nuestra visión consciente vuelva a rechazar aquello que no le interesa. En cambio, el poder de la fotografía en blanco y negro reside en su capacidad de librarse de nuestra visión consciente. Sus características harán que muchos detalles de la imagen que nuestra visión consciente filtraría, no sean filtrados. Por ello, la fotografía en blanco y negro nos dará acceso a una visión del mundo que se escapa frecuentemente a la visión consciente. Esas imágenes se parecerán más a una instantánea de un sueño.

Con un propósito inicial esencialmente técnico, el virado era —y lo es todavía, aunque sólo conserva sentido parte de su objetivo histórico—un proceso utilizado para preservar una copia fotográfica a lo largo del tiempo. Su ventaja: la copia virada era más resistente a la luz que las copias en blanco y negro. Más tarde, se transformó en un medio empleado con un fin estético. Es así como el virado, que comparte genética con el blanco y negro, se convierte en un atajo más que evita la mente consciente.

Citando a Whelan, «el fotógrafo que usa película en blanco y negro parte con una ventaja: su medio proporciona un acceso más directo al subconsciente, con insinuaciones surrealistas y emociones reprimidas, lo que es una función esencial del arte».

Más allá de la explicación del autor, no sólo el blanco y negro —y su primo hermano, el virado— tienen exclusividad en esa ventaja. La fotografía en color también puede representar ese papel y penetrar la barrera de la mente consciente, aspirando de la misma forma a ser una instantánea de un sueño.

Aunque no lo parezca, esta fotografía no es un virado-cianotipo ni una copia en blanco y negro. Es una copia en color de un paisaje nevado cubierto por la niebla, una escena al atardecer en el valle de la Barranca, disparada con una temperatura de color de día (5000K). La luz tenue y dispersa reduce el color a una paleta casi monocromática, convirtiendo la fotografía en una muestra de que no sólo el medio es capaz de crear sueños y fantasías, la luz también puede hacerlo.

Me gusta fotografiar, así que necesito ir al gimnasio

¿Tiene algo que ver la fotografía con estar en forma? Parece extraña esa relación, pero no me he vuelto loco al poner el título a este artículo, sino más bien a la hora de explicarlo.

Aún recuerdo aquellas tardes de clase de inteligencia artificial en la universidad hace muchos años oyendo frases como «Pedro gusta María», «María gusta Juan». El sufrido profesor nos explicaba con tan peculiares ejemplos cómo un sistema experto podía aprender y obtener conclusiones simples a través de reglas de inferencia. El sistema experto obtenía esas conclusiones aplicando las reglas a hechos que se presentaban como ciertos. A veces las conclusiones podían parecer insólitas y equivocadas. En este caso, no tanto.

Pensaba en ello hace tiempo, cuando estaba entrenando en el gimnasio. ¿Tiene que ver una cosa con la otra? La conclusión a la que ha llegado mi extraño motor de inferencia es el título de este artículo.

¿De dónde viene una conclusión tan singular? Por el cariño que guardo a aquellas tardes, voy a explicarlo mediante un conjunto desordenado de reglas de inferencia:

 

  • Si me gusta hacer fotografías de paisaje, me gusta fotografiar
  • Si me gusta ir a la montaña, tengo que entrenar
  • Si tengo que entrenar, tengo que ir al gimnasio
  • Si me gusta la fotografía y me gusta la montaña, me gusta fotografiar la montaña
  • Fotografiar montañas es fotografiar paisajes

 

Los hechos ciertos —las premisas— son (orden no casual, surgió así):

  1. Me gusta la fotografía de paisaje
  2. Me gusta la montaña

Así que mi motor de inferencia no tardó en llegar a las siguientes conclusiones:

  1. Como me gusta la fotografía de paisaje y me gusta la montaña, me gusta fotografiar paisajes de montaña.
  2. Como me gusta ir la montaña, necesito entrenar.
  3. Como necesito entrenar, tengo que ir al gimnasio.
  4. Como me gusta fotografiar paisajes de montaña, me gusta fotografiar.
  5. Conclusión final: Como me gusta fotografiar, tengo que ir al gimnasio.

Extraño, pero cierto. Andorrear por las montañas cargando una mochila con 20 kilos de peso, unos cuantos debidos al material de fotografía, requiere perder unas cuantas horas a la semana en un aburrido gimnasio. Todo sea por la fotografía.

Llegar a esa conclusión no fue en realidad tan complicado. Soñaba con ir a fotografiar a lugares que al principio me parecían inalcanzables. Al final lo logré (muy especial para mí el circo glaciar de Río Seco en época invernal).

Aun así, parece que todas esas horas de aburrimiento no son suficientes. Esto me preguntaba un día de invierno, cuando estaba subido en esa roca después de un trekking fallido de dos días al Puntal de Vacares en Sierra Nevada: «¿necesito perder más horas en el gimnasio para poder hacer cosas como ésa?». La realidad es que sí, o al menos mejor planteadas [ahora creo que lo estoy viendo: los fotógrafos necesitamos un «Planifica tus pedaladas» adaptado a nuestro mundo para subir a fotografiar a la montaña; a pie, eso sí].

La ruta a Vacares resultó ser demasiado ambiciosa para una mochila tan pesada, para mi nivel de forma y para el malísimo estado de la nieve. Mi compañero de penas era Fran Moreno, un apasionado de la fotografía de montaña como yo. Él también tenía alguna molestia que le impedía estar completamente activo; por tanto, después de recorrer un trecho, no fue difícil decidir cambiar de planes y hacer algo más sencillo. Más fácil aún porque al llegar al punto inicial nos había gustado mucho la vista de las nortes, y fue lo que acabamos fotografiando las dos noches. Recuerdo que al llegar, Fran no paraba de repetir: «la foto está aquí Antonio, la foto está aquí».

El trekking lo planificamos con más ganas fotográficas que realidad física: nieve mala para progresar, demasiado desnivel a remontar con esa carga a cuestas, muchos kilómetros por recorrer… Nuestra intención era fotografiar las caras norte de los grandes picos de Sierra Nevada y el amanecer hacia oriente desde Vacares. No pudo ser. Aquella batalla la acabamos perdiendo cuando la moral decidió que no era el día de ganar. Nuestro enemigo —el nivel de dificultad de la ruta— era fuerte, y éste se hizo más fuerte aliándose con el insoportable lastre de la mochila y del equipo fotográfico. Pero lo peor de todo fue la falta de moral que nos provocó el tiempo de aquella tarde. Esos días el cielo estaba dominado con tiranía por un implacable anticiclón. Estoy seguro de que la expectativa de un cielo cargado de nubes que filtrara los rayos de sol, creando un buen espectáculo de luz, nos habría dado una inyección de moral para completar la ruta. Pero no fue así.

Al llegar por la tarde al refugio de Peña Partida vimos que era casi imposible subir con ese peso hasta el Puntal de los Cuartos y acampar arriba aquella noche. Decidimos dormir en el refugio, dejar la mayor parte de trastos y desandar casi todos nuestros pasos para fotografiar las nortes lo más cerca del punto de partida. El camino inverso lo hicimos muy rápido, pero la luz del crepúsculo estaba llegando y no teníamos ningún encuadre definitivo previsto.

Casi un centenar de metros antes de llegar, me paré al ver esta pequeña vaguada cubierta de nieve. Mientras Fran avanzaba, yo me quedé el resto del atardecer fotografiando las líneas divergentes blancas sobre las que descansaba Sierra Arana. Me gustó la gran V blanca contrastada contra el fondo oscuro y las capas que perdían contraste según se alejaban, dando profundidad a la escena. El color naranja intenso del atardecer, como sólo se contempla desde las alturas, terminaba de proporcionar interés a la fotografía. Utilicé un filtro degradado neutro de 3 pasos, pero no era suficiente. El contraste lumínico era complicado porque la luz no se distribuía de forma homogénea en toda la parte superior: una de las esquinas —donde se estaba ocultando el sol— tenía una luz muy fuerte, la otra no. Para evitar que una esquina se quemara o la otra quedara muy oscura, tuve que utilizar mi dedo cubierto por el guante negro que llevaba puesto y ocultar la zona de mayor iluminación arriba a la izquierda. Como la exposición requería una velocidad lenta, tuve tiempo de poner el dedo delante del objetivo en esa parte, moverlo hacia arriba y hacia abajo, y quitarlo un poco antes para evitar dejar una marca visible.

Al día siguiente no nos vimos capaces de hacer la ruta y confirmamos el cambio de planes. Avanzamos unos kilómetros, desviándonos hasta los Lavaderos de la Reina. Lo que nos encontramos nos decepcionó, pocos elementos de interés, todo cubierto de nieve sin nada llamativo (otra historia llegará cuando comience el deshielo en ese lugar).

Volvimos al punto de partida de la ruta para finalizar allí el trekking. Recuerdo que la caminata se hizo todavía más larga por la pequeña desilusión. A ésta se sumada a la incertidumbre de si la segunda noche lograríamos fotografiar algo interesante, en especial porque el anticiclón seguía reinando con despotismo sobre el cielo.

La espera al atardecer nos permitió estudiar composiciones más tranquilamente. Y como sobraba tiempo, nos dispersamos buscando ideas diferentes. Yo me subí a esta roca y me tumbé para fotografiar la puesta de sol incidiendo sobre los picos. Como el cielo era muy luminoso, utilicé un filtro degradado de 2 pasos. Para posar en la escena usé el disparador remoto de mi cámara, que dispone de un retardo muy útil de dos segundos, lo justo para esconder la mano antes del disparo.

Ya de noche fotografiamos las nortes de los grandes por última vez.

Atardecer de primavera en el corral de Valdeinfierno, Sierra Nevada, 2014

Esta fotografía con una composición abigarrada y un poco caótica no aspira a cumplir las mejores reglas en cuanto a disposición de elementos, técnica o preparación metódica.

El poco mérito que quizá pueda tener es la intencionalidad de encuadrar así para hacernos sentir que de repente vamos a ser arrastrados hasta el fondo del precipicio del Corral de Valdeinfierno; que un paso en falso hará que nos deslicemos por la curva que forma la nieve en la esquina inferior derecha y caigamos —sin posibilidad de detenernos— hasta el fondo de un valle que las nubes se han encargado de hacer infinito.

La razón de hacerla sin prepararla previamente, la razón de encuadrar sin evitar que haya tantos elementos en la escena, no es otra que atrapar para siempre una sensación, aquella que tuve ese día: una mezcla de fascinación y miedo, de soledad y nostalgia.

El sol se había puesto. Era casi de noche. Estaba en el corazón de la Sierra, solo, buscando un refugio que aún no conocía, sin los medios adecuados para pasar la noche. Las pendientes eran fuertes y la nieve primavera se acumulaba en ellas; las fracturas de placa se hacían notar insinuando que de un momento a otro la nieve se desprendería ladera abajo.

Cuando llegué a esta zona rocosa y pisé suelo firme sentí alivio. Me senté en una roca al filo del corral pensando en beber y descansar, pero no hubo tiempo para eso; cuando miré al frente, este espectáculo de luz que se presentó ante mis ojos me fascinó.

La luz no esperaba y sólo se mostraría unos instantes más. Saqué la cámara de la bolsa delantera y medí la luz. El tiempo de exposición que demandaba la escena era muy bajo, insuficiente para disparar a pulso. No había tiempo para sacar el trípode, colocar cables, burbuja ni filtros; hice un movimiento rápido de la rueda del ISO de la cámara para llegar a 800 y ganar tres pasos pero nada, sólo sacrificando profundidad de campo al llevar la apertura de f11 a f5,6 conseguí que la velocidad para disparar a pulso llegase a un punto prudente. Sujeté la cámara con firmeza y disparé.

La he querido publicar por la nostalgia que me produce; y por compartir aquellas sensaciones (o al menos intentarlo).

Un deseo: reedición de «Luces de montaña» de Galen Rowell

Es curioso ver cómo ahora, mientras espero impaciente hasta que me digan qué le pasa a mi rodilla, saber que no puedo subir a la montaña hace mucho más fuerte el deseo de volver a pisarla y estar allí arriba fotografiándola.

La nostalgia ha hecho que pase muchos ratos volviendo a ver fotografías que hice de momentos inolvidables en Sierra Nevada —como el de la foto que encabeza este artículo durante un amanecer en Río Seco o la que muestro más abajo de una cordada que seguía mis pasos volviendo aquel día—. También me ha llevado a hacerme con varios libros de Galen Rowell que no tenía y a desempolvar mi copia de «Luces de montaña» para volver a escudriñar cada una de las fotografías que contiene y releer cada uno de los momentos que Rowell describe con maestría.

Cuando compré «Luces de montaña» ya llevaba muchos años agotada y descatalogada la única edición en español (Desnivel, 1995), así que no tuve más remedio que comprar una edición en inglés y buscar una traducción en fuentes «alternativas» para recurrir a ella cuando me encontraba con párrafos de redacción compleja.

Este libro es una gran joya de la fotografía de paisaje de montaña. Rowell explica la luz, habla de técnica, de composición y lo mejor de todo: narra muy bien experiencias y momentos que todo fotógrafo al que le gusta la montaña añora, comparte y entiende perfectamente.

La verdad es que no entiendo bien porqué la editorial no ha vuelto a reeditar la traducción española del libro. Una simple búsqueda por Internet demuestra que hay una plaga de consultas en las que se pregunta por el libro y dónde se puede adquirir una copia. Creo que la expectativa es considerable y me despierta cierta intriga saber la razón que puede haber detrás del hecho de que no se vuelva a reeditar.

Un supuesto motivo para la no reedición podría ser que la editorial Desnivel no tenga la dimensión y los recursos suficientes para poder percibir los deseos y peticiones de sus lectores y del mercado y aprovechar la demanda, o bien que no lo haga por desinterés. Otro supuesto motivo podría ser un problema de autorización de los herederos o los propietarios de los derechos, que no estén permitiendo a la editorial que haga la reedición en nuestro idioma. Otro más, que la editorial no pueda asumirlo económicamente. Si la razón no es el desinterés, pasados tantos años manteniendo la expectativa, lo mejor habría sido que la editorial hubiese hecho un comunicado oficial que desempañase la mala imagen que puede haber cosechado en el público por estar bloqueando la reaparición del libro.

Suponiendo que el problema fuese un riesgo económico que la editorial no pudiese asumir, antes de escribirles con la siguiente sugerencia, me he animado a crear una petición en change.org para que puedan suscribirla todos los fotógrafos y aficionados que desean adquirir una copia de la edición española y la editorial vea que hay cuota de mercado. La sugerencia que hago a la editorial es que, si no desea asumir el riesgo económico de la reedición, cree un proyecto «crowdfunding» para recopilar pedidos y asegurar así ingresos. La petición está accesible a través de este enlace de change.org.

Espero que esta petición anime a la editorial y que podamos ver pronto el libro en las estanterías de las librerías y, sobre todo, que ayude a propagar la pasión por la fotografía, la montaña y el respeto al medio ambiente.

Brumas de montaña, primavera 2014

«Después de una noche fría, qué diferente es levantarte de tu cama, con un colchón cómodo, desayunar tranquilamente en tu casa, ponerte a mirar tu hoja de contactos y a escribir artículos como éste…; a levantarte en la montaña antes del amanecer, a más de 3000 metros, sobre unos tablones de madera bajo una esterilla de espuma aislante de 5mm de grosor, donde fuera la temperatura roza los 5 grados bajo cero y dentro el termómetro no marca más de cuatro grados sobre cero, vestirte rápidamente y forrarte de ropa para salir corriendo, trípode al hombro, a buscar la luz del amanecer antes de que desaparezca». Esto es lo que pensaba cuando hace unos días me levantaba un sábado en mi casa, y todavía en pijama, me preparaba un café caliente, me sentaba delante del ordenador a repasar las fotografías de mi última travesía por Sierra Nevada y empezaba a esbozar la idea de este artículo.

Aun así, estar ahí y ver la luz de la montaña al amanecer merece la pena. Todavía hoy, cuando estoy tumbado y cierro los ojos, puedo sentir y ver con nitidez aquella escena: levantarme y encontrarme de repente con la silueta del Mulhacén reflejada en la laguna en calma, un cielo con una luz azulada preciosa, y la luna menguante observando el momento. Ese recuerdo se graba en la memoria para siempre.

La comodidad de fotografiar lo conocido

Todo es mucho más fácil, más predecible, cuando salgo a fotografiar un lugar cerca de casa. Llego rápidamente en coche. Camino unos pocos metros. Voy ligero de peso, llevando sólo el trípode y una mochila con la cámara, los filtros y un par de objetivos. Más fácil si a ese lugar vuelves una y otra vez. Los fondos los conoces. Los primeros planos están localizados. Los encuadres están en la cabeza. El objetivo es encontrar una luz nueva y especial, o una variación de un encuadre conocido. Buscar nubes un día. Niebla otro día. Atardecer, amanecer y un sinfín de matices.

Tenerlo cerca me da la seguridad de que el tiempo y las nubes que me voy a encontrar son similares a los que veo desde mi ventana. También es más previsible acertar con la luz que buscas. Todo esto hace bastante más probable llevarse a casa una fotografía aproximada a la que ibas buscando.

La montaña impredecible que nos atrapa

En cambio, la montaña no es tan accesible. Volver una y otra vez no es tan fácil, sobre todo si no la tienes cerca. Llegar a ella supone realizar largas y empinadas travesías. Las condiciones son muy cambiantes y el clima impredecible. Nada está asegurado.

Aun así, siempre intento llevar un plan preconcebido en la cabeza. Con esto en mente, preparo la fotografía que imagino. Trato de estudiar previamente el lugar: posibles encuadres, por dónde saldrá el sol. Analizo las predicciones meteorológicas intentando imaginar las nubes que voy a encontrarme, el frío que hará, dónde voy a dormir, cuánto voy a tardar. Pero aquí los planes pocas veces se cumplen.

A pesar de todo, salir a la montaña a fotografiar te hace experimentar unas sensaciones muy especiales. Mucho más intensas e inolvidables. Los retos son mayores. Los sentimientos más profundos. La sensación de aislamiento y de soledad que ésta me regala me permiten pensar y escucharme a mí mismo de una forma tan clara como en ningún otro lugar. Y fotografiarla me ayuda aún más. Me hace sentir que sólo existimos la montaña, la cámara y yo. Concentrarme en la luz, los elementos y cómo cada uno tiene que estar en su sitio —aunque pocas veces lo consiga— hace que la conexión sea más intensa, que las imágenes se graben en mi retina de una forma mucho más profunda.

Esa conexión va tirando de mí cada vez con más fuerza. Tratar de fotografiar su esencia hace más intenso ese vínculo, que ya no puedo olvidar. Y éste me ata a ella. En el artículo Peñalara en azul intenso lo describía como: «la parte de nosotros que se queda en la montaña y ya nunca vuelve». Es el precio a pagar por disfrutar de los momentos que ésta nos regala.

Cuando todo acaba y vuelvo, esa parte que pierdo me hace sentir extraño, diferente, incompleto, con deseos de huir de la realidad cotidiana y volver allí para encontrarme con lo que he perdido.

Preparando la travesía

El lugar del que hablo esta vez es el circo glaciar de la Caldera, en Sierra Nevada. Un circo glaciar a 3000 metros de altura, al sur de la divisoria de mares atlántico-mediterráneo, cuna del río Mulhacén, y que contiene tres lagunas destacadas: la Caldera —la de mayor volumen de agua de Sierra Nevada—, la de Majano y la de la Caldereta.

Para llegar a él tuve que recorrer 14 kilómetros a pie, con un desnivel acumulado de 1000 metros. En total, una travesía de 28 kilómetros. Como siempre, el peso adicional del equipo fotográfico lo hacía todo más difícil, pero las ganas de fotografiar podían de sobra con esa carga, que esta vez se unía al equipo para estar allí varios días y para atravesar los pasos nevados a media ladera del Cerro de los Machos y los Crestones de Río Seco.

Esta vez, en primavera, me propuse pasar allí arriba tres días y fotografiar todos los atardeceres y amaneceres que pudiese.

El primer atardecer fotografiaría en la laguna de las Yeguas. Después iría a dormir al refugio de la Carihuela, a 3.200 metros. Al día siguiente llegaría hasta la Caldera para fotografiar el atardecer y amanecer posteriores, pasando la segunda noche en el refugio de la Caldera.

Mientras planificaba el viaje, rezaba para que los refugios no estuviesen llenos ninguna de las dos noches. En especial, me preocupaba la primera, ya que se me haría de noche en la laguna de las Yeguas; después, al llegar tan tarde al refugio de la Carihuela, si éste estaba completo, tendría que volver al coche o continuar hasta el próximo refugio, atravesando los pasos más complicados. Ambos eran caminos muy largos, de más de dos horas. La previsión anunciaba temperaturas muy bajas a esa altura, llegando a los 10 grados bajo cero. Caminos nevados y de muchos kilómetros, inviables para recorrer cansado y a oscuras.

La siguiente noche me preocupaba menos. A dos kilómetros de la Caldera hay otro refugio, el de Pillavientos, que no suele estar lleno. Recorrer el camino de uno a otro en las mismas condiciones que la noche anterior no sería difícil, aunque dormir allí significará estar más lejos. Tendría que levantarme mucho antes y caminar más para llegar a la laguna de la Caldera antes del amanecer.

El primer atardecer fotografiando la laguna de las Yeguas

El primer atardecer me encontré con una sorpresa de las que demuestran que las previsiones que uno hace no suelen cumplirse en la montaña. Cuando llegué a la laguna de las Yeguas, vi cómo estaba helada de nuevo. Raro porque unos cuantos metros más abajo las lagunas artificiales no tenían ni rasgo de hielo.

En invierno, la superficie de las lagunas, heladas y cubiertas de nieve, es tan monótona que pasan desapercibidas. En ese estado, si la superficie es grande y el entorno es abierto, esa monotonía (mejor dicho, uniformidad) es un buen recurso para simplificar. Sin embargo, esta laguna no es muy abierta y no permite jugar de esa manera, así que en invierno suelo pasar de largo. Esta vez, por suerte, el hielo fracturado formaba placas levantadas que rompían esa monotonía, y el sol de atardecer las iluminaba con una luz lateral rasante que destacaba su textura, dando profundidad a las sombras; por tanto, no me costó mucho elegir el primer plano.

La composición me pareció demasiado abarrotada, así que la capa de hielo uniforme del borde de la laguna, utilizada como base, me ayudó a simplificar la escena.

Elegir fondo con un protagonista concreto me costó más. Después de un buen rato acabé por incluir la arista del Cartujo y los Tajos de la Virgen, insinuados tras una espesa capa de nubes, aunque éstas no ayudaron a dar protagonismo a uno solo, que hubiera sido lo mejor.

Había bastante diferencia de luminosidad entre cielo y tierra, así que un filtro degradado neutro de transición dura de dos pasos me ayudó a equilibrarla, colocándolo un poco inclinado hacia la derecha, en línea con la pendiente de las aristas.

Para lograr esa composición con un punto de vista bajo tuve que deslizarse por el empinado borde de la laguna, lo que casi me cuesta un chapuzón helado que habría arruinado todo.

Mientras seguía probando otros encuadres, las nubes comenzaron a cubrir el cielo en dirección oeste, mirando hacia la ciudad. Parecía que las predicciones meteorológicas se cumplían, al menos en cuanto a nubes. De ellas surgía misteriosa la parabólica del IRAM (antena del Instituto de Radioastronomía Milimétrica). Giré la cámara e insistí hasta encontrar una fotografía que dejara ver la parte más interesante de la antena.

Aunque aquella tarde esperaba otra cosa, después, durante el crepúsculo del atardecer, las nubes se dispersaron y el sol no mostró colores llamativos. Todo acabó tan rápido como si se bajase el telón de un escenario: la luz se apagó y el espectáculo finalizó. La noche se volvió muy cerrada y ya sólo me preocupaba llegar al refugio. Pero ¿estaría completo?

Buscando el refugio de la Carihuela

A oscuras y cansado, el ascenso por una de las pistas de sky más empinadas que parten desde el Veleta fue más costoso de lo que parecía. Me llevó más de una hora y media llegar hasta el refugio. Puede parecer lo contrario, pero pararte a fotografiar durante unas horas no es lo mismo que parar a descansar: acabas moviéndote de un lado para otro, agachándote, corriendo con el trípode de aquí para allá. Al final, cuando acaba la sesión, te das cuenta de que no has descansado nada, no has comido, no has bebido. Y aún queda camino que hacer de noche y éste se hace largo.

Eran más de las once y media cuando llegué al refugio. Había ruido en el interior. Abrí la puerta y me tranquilizó ver sólo a dos personas. Tenía casi todo el espacio para mí. Menudo alivio.

La cena que llevaba era un triste bocadillo al que me costó hincar el diente de lo helado que estaba el pan después de toda una tarde bajo cero. Algo bastante triste, más cuando veo lo preparados que van otros montañeros, con sus hornillos y sus sopas calientes, pasta con salsa de tomate, té, infusiones. Un largo etcétera de comidas calientes y cazuelas humeantes. Por suerte mi interior me dice cuando estoy viendo el espectáculo gastronómico de los demás: «todo sea por estar aquí fotografiando, que para eso vengo, y no tener que llevar más peso».

Después de aquella anodina cena, con todo ese cansancio acumulado, al menos no me costó echarme a dormir y coger rápido el sueño.

Ruta hacia la Caldera al día siguiente

Al día siguiente tenía pensado bajar a la laguna de Aguas Verdes para fotografiar el amanecer. Después iniciaría el camino hacia la Caldera. Sin embargo, el cansancio, el frío y la incertidumbre de bajar a oscuras por donde nunca había estado, a pesar de haber estudiado la bajada previamente desde casa, hizo que me lo pensara dos veces y no me levanté hasta que salió el sol.

Fue una suerte. Esa laguna estaba todavía más helada. Tenía un gorro, cubo, plástico, o lo que fuese de color azul eléctrico tirado justo en medio, estropeando cualquier posibilidad de fotografiar. Tampoco tenía claro ningún encuadre y a oscuras habría sido más difícil ponerse a encontrarlo. Así que levantarme antes hubiera sido una pérdida de tiempo y me habría robado la energía que me hacía falta para terminar la travesía y aguantar hasta el día siguiente.

Después de desayunar, salí a echar un vistazo a la ruta. Los pasos complicados tenían aún mucha nieve. La probabilidad de resbalar y caer de forma descontrolada es más alta cuando se atraviesan pendientes de cierta inclinación a una hora temprana, cuando la nieve está dura. Así que me puse los crampones y guardé un bastón cambiándolo por el piolet y comencé a descender. El paso de los Machos al menos estaba despejado. Éste, cuando acumula mucha nieve, suele ser propenso a aludes.

El día había comenzado despejado. Pude incluso fotografiar la costa y el mar que están a más de 50 kilómetros. Pero en seguida se formaron nubes y se cerraron hasta crear una espesa niebla que no dejaba ver más de cinco metros de distancia. La caída ladera abajo ni se veía. La escena de la puerta de los Raspones envuelta en niebla imponía. Parecía una puerta a otro mundo.

Si la nieve amortigua cualquier sonido y te hace percibir un silencio extraño, pero agradable, la niebla lo vuelve misterioso y sobrecogedor. Así se mantuvo durante todo el camino.

Ahuyentando a los sensatos

Antes de llegar a Loma Pelada, en el límite donde la nieve ocultaba la pista, vi a dos montañeros que venían en sentido contrario. «Vamos al Veleta —me dijeron— pero no hemos estado nunca, ¿es fácil llegar o podemos perdernos?». Aquella pregunta me extrañó, porque siempre que voy a la montaña miro y remiro la ruta, repaso el perfil de elevación, tiempos y distancias de los tramos, alternativas y hasta ortofotos. «No tiene pérdida —les dije—, sólo hay que seguir la huella marcada por la pista y mantener la altura». Al verme los crampones y el piolet en la mano lo siguiente que dijeron fue: «¿y el camino está bien, se puede pasar?». «Sí —les dije—, yo vengo de ahí; eso sí, necesitáis crampones y piolet». Después de despedirme, seguí mi camino.

Cuando llegué al refugio de Pillavientos, me paré a descansar. A lo lejos vi cómo aparecían dos figuras entre la niebla. Eran los dos montañeros que se volvían. «Hay mucha niebla —me dijeron— y no vamos a poder ver nada, además, no se ve la caída y no sabemos lo que hay al fondo. Hemos decidido dejarlo para otra ocasión». Esas pendientes eran las que yo había atravesado antes. Es cierto que una niebla tan cerrada inquieta y, sobre todo, no ver el fin de una pendiente impone respeto. Eso ya lo viví cuando pasé por allí la primera vez. Entonces era de noche. Fue en la travesía imprevista que hice para fotografiar los raspones de Río Seco. Aquella vez no pensaba hacer noche y ni llevaba saco para dormir. Esto me hace pensar que mis ganas de fotografiar y estar presente durante los momentos de luz especiales pueden más que el miedo.

Aquel día no me crucé con nadie más. La niebla ahuyentó a todos los sensatos, incluidos los dos que se volvieron arrepintiéndose en el último momento y no hubo más almas que se aventurasen a recorrer aquel camino.

La Caldera como campo base

Después de unas pocas horas llegué al refugio de la Caldera. Me impresionó estar allí y ver con mis propios ojos aquello que tanto había estudiado desde casa, viendo fotos y observando mapas.

El refugio estaba vacío. Dejé la mochila y reservé un sitio para dormir desplegando la esterilla aislante sobre los tablones de madera que se utilizan como literas. Ya sin el peso de todo el equipo, como si fuese un campo base, salí con la cámara por los alrededores a buscar los encuadres que llevaba en la cabeza, a ver qué otras escenas podía encontrarme y localizarlas para fotografiar al atardecer con mejor luz.

Eso es lo bueno que tiene ir a fotografiar la montaña solo. Podía haber subido a la cumbre del Mulhacén, la más alta de la península. Nunca la he pisado. Estaba ahí, al alcance de la mano, a menos de 400 metros de desnivel. Pero había ido allí a hacer lo que más me gusta, fotografiar; por tanto, decidí no subir a la cima. Así pude aprovechar tranquilamente aquellas horas para mirar y remirar todos los rincones de las lagunas del circo de la Caldera, ver lo que me gustaba y lo que no, comprobar cómo quedaban los primeros planos, los fondos, probar puntos de vista altos, bajos, y todas las demás posibilidades.

Cuando tuve reconocidas las zonas que quería fotografiar y ya no daba para más, volví al refugio a comer. Aún estaba solo. Esta vez cambié el bocadillo por una ensalada en lata, que más bien parecía helado de ensalada. De nuevo, eso me hizo recordar aquellos estupendos hornillos que veía al resto.

Después, aprovechando que seguía solo, desplegué el saco de dormir para echarme una buena siesta y recuperar fuerzas para estar luego allí fuera fotografiando el atardecer. Cuando llevaba dormido más de una hora comenzaron a llegar montañeros y se acabó la paz. Ésta se rompió con las charlas, meriendas y, de nuevo, con hornillos que hervían infusiones humeantes.

Además de la comida, llevar agua para varios días supone acarrear con un peso considerable, por lo que llevaba lo justo para un día y medio. Esa tarde ya me quedaba menos de un litro, así que, antes de que llegase la hora de salir a fotografiar, aproveché para buscar más agua. Un arroyo que nutría una de las lagunas me sirvió para rellenar una botella. Sólo tuve que añadir una pastilla potabilizadora y dejar que hiciera efecto más que de sobra hasta la mañana siguiente. Aunque el agua a esa altura puede no ser un problema, es mejor ser cautos. Siempre hay que llenar una botella de un curso de agua corriente y no directamente de la que está embalsada en las lagunas. Las pastillas de iones de plata sirven para potabilizarla. Una pastilla para un litro es suficiente, y hace efecto en dos horas. Además, las de iones de plata no dan sabor a cloro como sí lo hacen las de clorina. La desventaja entre unas y otras es que las primeras tardan dos horas en potabilizar y las segundas tardan media hora.

Cuando volví de llenar agua del arroyo, los montañeros del refugio empezaban a preparar su cena y a extender sus sacos. A pesar de los grados bajo cero del exterior y que ahora se notaban más, a mí me quedaba un largo atardecer fuera haciendo lo que más me gustaba.

Un atardecer diferente

La cobertura de nubes de la predicción meteorológica para aquellos días me hizo pensar que encontraría atardeceres llenos de intenso rojo y naranja y colores crepusculares suaves. Además, pensaba encontrarme primeros planos con llamativos bloques de hielo flotando en las lagunas.

Todo fue bastante diferente. La niebla sólo dejó ver claros fugaces a media tarde. Luego se cerró completamente. La laguna de la Caldera, acurrucada y protegida por paredes formadas por enormes bloques de pizarra, apenas se resentía por el deshielo. No había en ella curiosos icebergs flotando en aguas oscuras ni fina película de agua.

Del mismo modo que la tarde anterior en la laguna de las Yeguas, era curioso ver cómo otras lagunas cercanas, la de la Caldereta y el lagunillo de la Calderilla, no tenían ni rastro de hielo. En estas últimas quería hacer fotografías simplificando la escena e incluir el reflejo de la montaña en ellas. Para lograrlo, utilicé un filtro neutro de 6 pasos, bajando así la velocidad de obturación lo suficiente para convertir el agua en un espejo. Cuando el viento comenzaba a soplar con más fuerza y la agitaba aún más, cambiaba el filtro por otro de 10 pasos para mantener esa calma en la superficie.

Luego, en la laguna de la Caldereta, la niebla llegó a ser tan espesa que lo ocultó todo y me permitió elegir composiciones muy simples. Para lograrlo, incluí la nieve que aún quedaba en el borde. Mi intención fue crear una composición sencilla con bandas horizontales de tono y color diferentes. Apenas se veía más allá de dos metros.

El resto del atardecer siguió así. No hubo color crepuscular por ninguna parte.

El último amanecer

El despertador sonó una hora antes de la salida del sol. Me levanté con la incertidumbre de no saber si el cielo estaría de nuevo cubierto de nubes. Hacía mucho frío. Todo apuntaba a que la previsión de 10 grados bajo cero iba a ser cierta. Me abrigué con todo lo que llevaba y más.

Después de asomarme a la ventana, comprobé que el último amanecer había querido ser diferente. No mostraba ni una sola nube.

Al salir del refugio, el Mulhacén y la luna, reflejados sobre la laguna de la Calderilla con sus aguas en calma, me regalaron aquel espectáculo. No hizo falta utilizar ningún filtro para fotografiar esa escena.

El amanecer duró lo suficiente para moverme por las tres lagunas y fotografiarlas hasta que no fui capaz de explotar ningún encuadre más.

Cuando el sol terminó de despuntar y la magia de la luz desapareció, fue hora de plegar el trípode y volver al refugio a empaquetarlo todo y emprender el camino de vuelta. Después de dos noches y muchas sensaciones, los 14 kilómetros hasta el coche fueron duros.

La añorada suprema decepción

Encontrarme condiciones imprevistas y diferentes a las que imaginaba que vería no significa que fuesen malas. La niebla permitió envolver la montaña en un velo mágico, dejando entrever los fondos nevados, simplificando el número de elementos a meter en el encuadre. Y la luz difusa azulada permitió transmitir mejor el aspecto frío e inhóspito de la montaña.

Estoy seguro de que este lugar puede mostrar momentos mucho más impactantes que fotografiar, y por tanto insistiré. Pero encontrarme algo diferente a lo que tenía pensado no ha supuesto ninguna decepción tal y como decía Ansel Adams con su famosa frase: «la fotografía de paisaje es la prueba suprema del fotógrafo y, a menudo, la suprema decepción».

Cuando estoy lejos de la montaña deseo que esa suprema decepción pudiera repetirse más a menudo.

Peñalara en azul intenso, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #2, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #2, primavera 2014

Los sentimientos ocultos en una fotografía

Se suele decir que una buena fotografía debe ser capaz de contar una historia por sí misma, sin necesidad de palabras.

Seguramente sea porque en realidad las mías no lo son, o quizá también, porque no posea la destreza necesaria que me haga capaz de captar ciertas vivencias, sentimientos y experiencias a través de un sujeto, un fondo, una composición y una luz más o menos especial, pero, si fueran buenas o tuviera esa destreza, ¿implica el hecho de que la fotografía cuente la historia por sí misma que la respuesta emocional que transmite al espectador es necesariamente la misma que la del autor? o más bien, ¿depende ésta de factores únicos como son la personalidad, la experiencia o las vivencias, la cultura y la manera de disfrutar y de ver del mundo de cada uno?.

Yo creo que no tiene por qué coincidir, y por tanto, hace tiempo que dejó de tener sentido para mí el hecho de publicar algunas de ellas, aquellas con las que tengo un vínculo especial, sin más, sin contar lo que hay detrás y la razón de ese vínculo. Supongo que de ahí viene este blog y este tipo de artículos.

Llegué al mundo de la fotografía tras un momento personal difícil, unos meses muy duros que acabaron de la forma más triste, irremediable y para siempre. La fotografía logró lo que buscaba, ocupar una parte de mi mente, ayudándome así a sobrellevar lo imposible de sobrellevar.

Hasta aquel momento, el trabajo era lo que me ayudaba, pero ése era un bálsamo de poca eficacia y del que abusaba, poco idóneo para mi mal, y que pronto disminuyó su efecto hasta dejar de tenerlo por completo.

Así, la fotografía se convirtió en lo que me proporcionaba el efecto real que buscaba, y lo logró, sobre todo, cuando descubrí que subir a la montaña a fotografiar los momentos que ésta me regala era el mejor bálsamo para no pensar, para vaciar mi mente y ocuparla con pensamientos nostálgicos, pero más amables.

Abusar de ella me provoca efectos secundarios que me obligan a pagar un peaje. Cada vez más, cuando salgo a fotografiar, cuando voy lejos, solo, en busca de ese bálsamo, una parte de mí se queda allí y ya no vuelve.

Tomar estas fotografías, y escribir sobre ellas y lo que siento cuando subo hasta esos lugares, cuando voy a buscar una dosis de mi bálsamo, me ayuda a encontrarme de nuevo con esa parte de mí que se quedó atrapada y que no volvió.

Peñalara en azul intenso #9, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #9, primavera 2014

Cuando estoy de nuevo aquí, en el mundo real, mirarlas una y otra vez, recordar aquellos momentos y volver a encontrarme con cada parte de mí que voy perdiendo, alarga, cada vez más, el efecto de ese bálsamo para no pensar.

Peñalara, mi bautismo en fotografía de paisaje de montaña en invierno

Aunque resulte extraño, un sitio tan masificado como Peñalara fue el lugar donde descubrí esto, un día a finales de otoño, tras la primera gran nevada de la temporada, ya al atardecer, en el que la temperatura era tan baja que incluso se heló el agua que llevaba en la botella atada a mi mochila.

Ya no había nadie en el camino ni en aquel lugar. Sucedió dando un rodeo a la laguna para buscar un encuadre. La nieve de otoño recién caída lo cubría todo, pero no estaba lo suficientemente compacta como para aguantar mi peso, así que me hundí varias veces hasta la cintura, y salir me costaba cada vez más, cuanto más luchaba para salir más me cansaba y más cansancio acumulaba.

Hasta que en una de esas ocasiones, tras pisar la nieve sin poder ver lo que había debajo, caí en un agujero tan profundo que me quedé hundido hasta el pecho. Estaba tan cansado que ya no hice nada por salir y me quedé quieto durante un buen rato.

Estar allí solo, hundido y en un completo silencio, apenas roto por el crujir del hielo de la cascada, hizo que mi mente se quedara clavada en aquel instante. Me sentí bien y me quedé allí, inmóvil, contemplando la nieve, el paisaje, las nubes y aquella luz tan pura, y no pensé en nada más.

Durante un buen rato seguí sin hacer nada por salir. Después de aquello, me costó salir del agujero, moviendo piernas y brazos, tumbándome y deslizándome sobre la espalda. Lo logré, y la mejor prueba de ello está en que hoy escribo este artículo.

Nunca he olvidado aquel instante, el primero en el que una parte de mí se quedó allí para siempre. Desde entonces ese instante regresa a mi mente cuando subo de nuevo a la montaña, sea ésta o cualquier otra, buscando tener de nuevo un momento así.

Cuando salgo, estoy allí solo y hago fotografías como éstas, eso es lo que siento y eso es lo que me recuerdan cuando las vuelvo a ver.

Despedida del invierno

Uno de esos momentos en los que salgo a buscar mi nueva dosis de bálsamo fue hace poco, a comienzos de esta primavera, de nuevo en Peñalara.

Por desgracia, los 2.428 metros de altitud de ésta, el pico más alto de la Sierra de Guadarrama, no son suficientes cuando acaba el invierno y el calor se vuelve implacable en el deshielo, por lo que las escenas minimalistas que nos regala la nieve pronto se convierten en un recuerdo que deja paso al verde lleno de vida.

Ya habían transcurrido dos semanas desde que comenzó la primavera y pocos días antes había estado nevando, así que decidí despedirme del invierno y subir a fotografiar el atardecer en Cinco Lagunas de Peñalara bajo esa nieve reciente. Pensaba que ya se estarían deshelando las lagunas, así que tenía en mente una fotografía que reflejarse en el agua la montaña todavía cubierta por la nieve.

Era sábado por la mañana. Estaba lloviendo y tampoco parecía que fuese a mejorar el tiempo durante la tarde, pero el cielo no estaba totalmente cubierto. Cuando pasa esto y llueve durante la tarde, hay cierta probabilidad de que pare de llover y se abran las nubes un poco más antes de la puesta de sol, dando algunos de los mejores espectáculos de luz que podemos fotografiar.

Así que iba buscando una fotografía de la montaña nevada, con un cielo así, y el reflejo de ambos en el agua de alguna de las lagunas, cosa que al final no sucedió.

La despedida merecía la pena y decidí correr el riesgo de que me cayese una buena ducha allí arriba. Me preparé para subir justo antes del atardecer, hacer el recorrido hasta Cinco Lagunas y llegar antes de que el sol se pusiese y comenzase el crepúsculo de la tarde.

Llegar hasta Cinco Lagunas desde el puerto de Cotos implica hacer una ruta corta, de poco más de nueve kilómetros ida y vuelta, con un desnivel acumulado suave, unos 580 metros de ascenso y otros 620 de descenso. Y si no te entretienes buscando encuadres y observándolo todo, se puede llegar a hacer en poco más de dos horas y media incluidas ida y vuelta.

Comienzo de la ruta

Cuando llegué al puerto de Cotos aún estaba lloviendo. A pesar de ello, y creo que es algo que nunca llegaré a entender, aún quedaban algunas familias de las que suelen aprovechar hasta el último metro cuadrado de nieve dura y embarrada que queda en la zona de principiantes de la antigua estación de esquí de Valcotos para darse un corto empujón en trineo.

Después de esperar más de media hora, el cielo me dio una tregua. En esa época atardecía poco después de las 20:30, y ya eran casi las seis de la tarde, así que decidí no esperar más, y tras cargarme a la espalda todo el equipo, comencé a andar.

Durante el primer tramo del trayecto, un paseo de poco desnivel y algo más de tres kilómetros, fui viendo cómo el deshielo ya estaba haciendo estragos.

Camino a Peñalara - Móvil

Camino a Peñalara – Móvil

El agua corría por todos los rincones y bajaba con fuerza por los arroyos, generando un murmullo que se fundía con el canto de los pájaros, un contraste con el silencio, a veces roto por el sonido del viento, al que nos tiene acostumbrados el invierno, y que aún persistía más arriba.

Arroyos en Peñalara - Móvil

Deshielo en Peñalara – Móvil

Días de lluvia así, y más cuando va cayendo la luz, ahuyentan a la mayoría, por lo que durante los primeros pasos del camino vi a los últimos montañeros que regresaban. Muy pocos se habían aventurado a salir aquel día para volver tan tarde. Mucho antes de llegar al cruce que desvía la ruta de la Laguna Grande y la Laguna de los Pájaros ya estaba completamente solo.

Tras la primera subida, ya podía contemplar una buena vista del circo de Peñalara y la zona de borreguiles que discurre por el curso del arroyo de la laguna. El deshielo ya llegaba hasta allí y la Laguna Chica empezaba a tener agua.

Borregiles de Peñalara - Móvil

Borregiles de Peñalara y Laguna Chica – Móvil

Circo de Peñalara - Móvil

Circo de Peñalara y Laguna Grande – Móvil

A partir del cruce el camino estaba mucho menos pisado y con más nieve, ésta estaba blanda y requería más esfuerzo seguir andando, cubriendo a veces hasta las rodillas. Confiado en que no sería así, no me había puesto las polainas, por lo que los pantalones acabaron empapados de rodilla para abajo, menos mal que tienen membrana impermeable y no calan. Llegó un momento en el que la huella incluso desapareció, signo de que pocos se habían animado a ir más allá de la Laguna Grande ese día, así que me costó un poco más seguir la ruta.

Cinco Lagunas y cómo usar los filtros degradados

Como siempre, el ojo fotográfico acaba venciendo al espíritu montañero, así que al final, parada tras parada para evaluar encuadres, tras pasar unas bonitas cascadas provocadas por el deshielo, llegué a Cinco Lagunas después de casi dos horas de camino, cuando ya quedaba muy poco tiempo para la puesta de sol.

No había ni rastro de lagunas, excepto la larga, con su forma de media luna y cubeta más profunda, que ya comenzaba a tener una fina película de agua en el borde que pegaba a la montaña. Su color azul intenso contrastaba con el blanco puro de la nieve que la rodeaba.

Dejé la mochila en el suelo y comencé a dar vueltas buscando encuadres, intentando no pisar escenas que pudiese estropear y luego arrepentirme.

Como las nubes cubrían Peñalara pero había bastantes claros sobre la cuerda larga, con cúmulos que se separaban y dejaban a la vista algunas nubes pintadas por el sol del atardecer, decidí explorar escenas con aquel fondo. Así, me olvidé de la laguna y, tras un pequeño ascenso hasta el borde de la cubeta, empecé a buscar algún elemento con el que rellenar el vacío que suponía el primer plano cubierto de nieve. Encontré este grupo de rocas cubiertas de líquenes y rodeadas de trazas de nieve que conducían hasta ellas.

Estuve durante un buen rato probando diferentes encuadres, las rocas más cerca, más lejos, horizontal, vertical, otras rocas más al fondo como elemento en el primer plano, más protagonismo para la nieve, más protagonismo para el cielo y unas cuantas pruebas más, hasta que al final me decidí por estas rocas. De las fotografías que al final seleccioné, me he quedado con ésta en formato vertical porque creo que el protagonismo está en el cielo, y en especial en la nube que comienza a deshacerse en la esquina superior izquierda del encuadre.

Peñalara en azul intenso #1, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #1, primavera 2014

La diferencia de luminosidad no era muy alta, pero para conservar el volumen de las nubes, utilicé un filtro degradado neutro de 1,5 pasos que equilibrara cielo y nieve.

Las escenas con nieve ponen más fácil la técnica, ya que la nieve es más luminosa que el agua o la tierra, así que el contraste de tono entre cielo y suelo es menor y éste se puede manejar bien con filtros degradados que bloquean menos pasos de luz. Si la transición del degradado del filtro es dura, los filtros que bloquean menos luz dejan menos marca si no se mueven que los que bloquean más pasos, por lo que tomar la foto requiere una técnica más sencilla, basta con poner el filtro en el portafiltros y fijar el comienzo de la transición en su sitio.

Con luminosidades no muy bajas como en ésta, donde la velocidad del obturador que tenemos que configurar sigue siendo alta, la nieve lo facilita todo. Con la ausencia de nieve, el contraste cielo-tierra es mayor y tendríamos que utilizar un degradado que bloquee más pasos de luz. Si utilizásemos un filtro degradado con transición dura y tres pasos de diferencia, la marca podría notarse mucho si el horizonte no es muy plano, lo que nos obligaría a sostenerlo a mano y realizar un ligero movimiento arriba-abajo en lugar de fijarlo en el portafiltros, y para que nos dé tiempo a realizar ese movimiento y evitar dejar marca, deberíamos bajar la velocidad utilizando un filtro más, uno de densidad neutra no degradado que bloquee más luz y nos permita bajar la velocidad lo suficiente. Así que la nieve simplifica todo esto en escenas así.

Los filtros de transición suave también ayudan, pero para mi gusto la transición es demasiado suave y si necesitamos calarlos aún más, oscurecen más de lo que deseamos el primer plano o planos medios, por lo que los suelo utilizar en muy pocas ocasiones.

La laguna larga y la importancia de utilizar un buen equipo de montaña

Cuando la luz ya empezó a caer más, bajé hasta la laguna larga antes de perder la oportunidad de fotografiarla esa tarde. A pesar del esfuerzo, el cielo no se abrió ni un milímetro sobre Peñalara en toda la tarde, así que no hubo espectáculo de luz iluminando las nubes cuyo reflejo fotografiar en el agua.

Peñalara en azul intenso #3, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #3, primavera 2014

Tuve que poner cuidado para aproximarme hasta el borde, ya que a veces no sabes lo que estás pisando y puedes llegar a estar encima del agua y romper con tu peso la capa de hielo de forma repentina y acabar con los pies mojados por el agua helada. Si estás a varias horas de camino y de noche, cuando la temperatura baja aún más, tratar de llegar hasta el coche caminando con los pies mojados y helados durante mucho rato no sería muy agradable.

Para andar por estos sitios, donde se pisa mucha nieve, que suele cubrirte bastante, y a veces las temperaturas, sobre todo en invierno y cuando cae el sol, son bastante bajas, es fundamental equiparse con unas buenas botas de alta montaña con membrana impermeable, incluso para un fotógrafo, ya que vamos a estar recorriendo sitios de lo más variopintos, saliéndonos de las veredas y acercándonos más y más a cursos de agua y lagunas.

Incluso las veredas son atravesadas por cursos de agua con bastante caudal en época de deshielo, como fue el caso esta vez, y hay que meter los pies en el agua para seguir el camino. Si vas equipado con botas de este tipo y el agua no llega a superar la caña, te salvas de mojarte los pies y de arruinarte la sesión. Y estas botas, además de ayudar a no mojarte con su membrana impermeable, son las únicas que de verdad está preparadas para el frío extremo.

Además de las botas, cuando te sales de la huella para acercarte a un sujeto que quieres meter en primer plano o buscar un ángulo para un encuadre, también es fundamental utilizar los bastones para ir sondeando la nieve antes de pisarla y comprobar si está muy blanda y si hay mucha profundidad, y evitar así caer en agujeros muy profundos como me sucedió a mí aquella primera vez. Una próxima vez puede no haber suerte y llegar a golpearte la cabeza con una roca al caer.

Este día, al acercarme a la laguna, tuve suerte y el borde tenía cierta consistencia, por lo que, aunque llegué a meter los pies en el agua helada, que más bien parecía granizo, ésta no llegó a superar la altura de la mitad de la caña de mis botas. Así que no me mojé y además pude hacer fotografías metiendo el trípode en la laguna. Utilizando un gran angular intenté así lograr que la línea del borde del agua partiese desde abajo y guiase la mirada hacia la parte superior del encuadre, vertebrando la imagen.

Peñalara en azul intenso #4, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #4, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #5, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #5, primavera 2014

Las nubes iban bajando cada vez más y la noche se echaba ya encima. Poco antes de que la luz disminuyese hasta alargar el tiempo de exposición más allá de los 30 segundos, me subí un poco más sobre el borde de la cubeta y pude hacer estas fotografías en formato horizontal, intentando captar más reflejo de la montaña cubierta de nubes bajas sobre la laguna.

Peñalara en azul intenso #6, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #6, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #7, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #7, primavera 2014

Una última fotografía

Después de ello, y aunque la cámara engañe, la luz había desaparecido casi por completo. Di una vuelta atrás para andar unos cuantos metros y recoger la mochila, y beber agua, algo que no había hecho en toda la tarde.

Esta es otra de las situaciones que pasan al salir a fotografiar la montaña y que diferencian al fotógrafo del resto de montañeros. Cuando estamos ahí en la montaña y llega la luz mágica, ésta parece que nos hechice y ya sólo pensamos en fotografiarla. Pasamos horas en el mismo sitio, nos olvidamos de comer, de beber, y a veces incluso de abrigarnos cuando cae la temperatura al atardecer. Es un momento tan especial que sólo nos centramos en lo que más nos gusta hacer y nos olvidamos de todo lo demás.

Ya con la mochila a la espalda y tras dar los primeros pasos de vuelta, no resistí la tentación de hacer una última fotografía de la laguna completa. Aunque no lo parezca, a través del visor no se veía casi nada y no sabía si estaba encuadrando bien o no y si estaba abarcando la laguna completamente o la estaba cortando por alguna parte.

Cuando la luminosidad es tan baja y la velocidad de obturación cae por debajo de los 30 segundos y tenemos que pasar a modo bulb, ni siquiera el liveview es suficiente para ver lo que estamos encuadrando, y si es un plano muy abierto como éste donde no podemos iluminar con un frontal o linterna para ver lo que vamos a fotografiar y así ajustar la composición, sólo nos queda hacer una prueba con la ISO más alta que nuestra cámara permita y así ver cómo va a ser el resultado final.

Así, después de hacer esa prueba y ajustar el encuadre, tras poco más de dos minutos, me despedí de la laguna con esta última fotografía. Para que no me llevase más tiempo que aquellos dos minutos, me resigné a dejar un ISO de 400, en caso contrario, para disparar con el mínimo que soporta mi cámara, ISO 100, habría necesitado dos pasos más de luz, lo que habría supuesto 8 minutos de fotografía, un tiempo del que ya no disponía, además de que mi cámara no se comporta bien con largas exposiciones.

Peñalara en azul intenso #8, primavera 2014

Peñalara en azul intenso #8, primavera 2014

Camino de vuelta

Ya era completamente de noche y empecé a caminar de prisa. Al salir siempre solo, como en esta zona no hay cobertura, como precaución suelo decir en casa la hora a la que tengo que llamar cuando he llegado al coche, y si no he llamado a esa hora y pasa una hora más, mi mujer sabría que algo no va bien y llamaría al servicio de emergencias.

Esa tarde no hice bien los cálculos de la ruta y al principio pensé que me llevaría menos. Una vez allí, y tras terminar la sesión, estimé que la vuelta desde Cinco Lagunas me llevaría al menos una hora y cuarto, pero ya sólo quedaba media hora para el momento en el que debía llamar ya en el coche.

Sabía que a la vuelta había una zona de baja de cobertura un kilómetro y medio más allá, tras una pequeña subida de 90 metros, aunque no siempre la hay. Así que aceleré el paso para llegar y comprobar si había cobertura, llamar y avisar de que llegaría más tarde. Afortunadamente, cuando llegué y desactivé el modo avión de mi teléfono móvil, había una cobertura mínima con la que pude llamar, y en una conversación entrecortada, decir que me retrasaba.

Sobre el modo avión, en la montaña, donde la cobertura es baja, y más aún si uno sabe que va a andar por zonas sin cobertura, es mejor activarlo. En caso contrario, el móvil consume más batería intentando encontrar redes disponibles y podríamos llegar a agotar la batería en un momento en el que la necesitemos y haya alguna zona de cobertura para poder llamar y que nos localicen. Yo, además de activar el modo avión, suelo llevar un segundo móvil apagado y con la batería completamente cargada por si acaso. Eso sí, todo depende de que logremos salir de una zona de sombra donde la señal no llega.

Tras la tranquilizadora llamada, ya pude desacelerar el paso y disfrutar del paseo nocturno que tanto me gusta y que tanto necesitaba.

Después de una hora, por fin llegué al coche y volví a casa con estas fotografías y con una nueva dosis de mi bálsamo.

De todas ellas me quedo con la número 7, porque me gusta cómo convergen la laguna y la montaña, por la frialdad que transmite el agua y porque el extremo de ambos parece flotar sobre la nada. La niebla reduce la escena a un mundo en el que sólo existe la montaña y la laguna, un mundo en el que hemos naufragado y del que no podemos salir, porque todo lo que lo rodea es un vacío infinito de color blanco, y si nos alejamos de ese mundo y nos adentramos en ese vacío infinito, nos perderemos para siempre.

Luces de primavera. Río Seco, Sierra Nevada, 2014

Río Seco #5, privamera 2014

La luna al amanecer sobre los raspones de Río Seco (Río Seco #5, privamera 2014)

Este lugar me causó una gran impresión la primera vez que lo vi en fotografías y atrapó en un instante mi mirada para siempre. Desde entonces ha estado en mi cabeza y supe que algún día estaría allí para fotografiarlo en un momento de luz especial.

Y ese día llegó. Fue a mediados de primavera, tras una travesía de dos días y 24 kilómetros, para contemplar un atardecer y un amanecer que nunca olvidaré. El tiempo pasará, pero al menos me queda esta galería de fotografías y muchos recuerdos de aquella aventura: Luces de Río Seco.

Aquel fue un atardecer lleno de sensaciones, atravesando pasos de nieve complicados mientras caía la luz y ésta mostraba sus azules más profundos y sus magentas y violetas más impactantes.

Tras ese atardecer la luz se despidió de mí para dejarme solo, ante una oscuridad sobrecogedora, en el centro del más absoluto aislamiento, en un paso con un desnivel complicado, rodeado de nieve y lejos aún de cualquier refugio.

Tampoco olvidaré aquel amanecer, tenue y silencioso. Me temo que no voy a ser capaz de describir la impresión que supone estar ahí, en ese lugar, solo en la oscuridad, en el fondo de su circo glaciar, hundido en la nieve y rodeado por sus crestones y raspones, en el más absoluto silencio, esperando a que llegue la luz.

Río Seco

Los raspones y los crestones de Río Seco son un conjunto de picos y crestas que se suceden uno tras otro y que custodian muy de cerca un grupo de lagunas de alta montaña.

Río Seco #2, privamera 2014

Raspones de Río Seco al amanecer con la cubeta del lagunillo alto cubierta por la nieve (Río Seco #2, privamera 2014)

Lo que para mí hace especial este lugar es la proximidad de altura de las lagunas a los picos, que parecen tocarse, y la explosión y sucesión de picos en línea con una altura creciente, recordándome a la espina dorsal del esqueleto de un gran Stegosaurus.

Circo glaciar y divisoria de mares

El conjunto de lagunas se asienta en el circo glaciar de Río Seco, a una altura de 3.000 metros. Éste es un circo de baja sobreexcavación, de ahí que las lagunas queden casi al pie de los picos.

Río Seco #14, privamera 2014

Amanecer con luna decreciente. Los raspones de Río Seco se elevan sólo a unos 100 metros por encima de la cubeta del circo glaciar (Río Seco #14, privamera 2014)

Los picos más altos, los crestones, rondan los 3.200 metros de altura. La cuerda en la que se ubican los crestones forma parte de la divisoria de mares Atlántico-Mediterráneo. La divisoria de mares separa aquellas lagunas y ríos de Sierra Nevada que vierten aguas a los principales ríos que desembocan en el Atlántico o en el Mediterráneo. La cara norte acaba vertiendo aguas al Guadalquivir (Atlántico) y la cara sur vierte al Guadalfeo (Mediterráneo). Esta divisoria de mares forma parte de la gran divisoria del Mediterráneo, que parte de Cádiz y termina en la región italiana de Apulia, y que separa aguas del Mediterráneo de las del Atlántico, Mar del Norte y Mar Adriático.

Las lagunas se alimentan del deshielo de la nieve acumulada en los crestones y raspones y forman el nacimiento del Río Seco, que une sus aguas al río Mulhacén, pasando luego por el río Poqueira y el río Trevélez, hasta llegar por fin al río Guadalfeo, que acaba en el Mediterráneo. Así, estas lagunas forman parte de la vertiente sur de la divisoria de mares.

Río Seco #3, privamera 2014

Amanecer en la cuenca de Río Seco, con el valle de Poqueira al fondo (Río Seco #3, privamera 2014)

La travesía hasta el punto más alto

Llegar a este lugar en invierno o primavera no es fácil y así fue. La acumulación de nieve hace que los pasos sean complicados, con una pendiente considerable, y en los que hay que tener cuidado con los aludes de placa.

Vuelta al día siguiente: paso de nieve complicado antes de llegar al Collado del Lobo (Ruta río Seco #24)

Vuelta al día siguiente: paso de nieve complicado antes de llegar al Collado del Lobo (Ruta río Seco #24)

El punto de partida más cercano a Río Seco está a 10 kilómetros, la Hoya de la Mora, a una altura de 2.500 metros, y hay que pasar por el collado de la Carihuela, a unos 3.200 metros, a los pies del Veleta, que es el punto más alto de la travesía.

Como en esa época atardece casi a las 21:30, ese día decidí subir ya por la tarde, comenzar mi ruta sin un destino fijo, ascendiendo por Cauchiles casi hasta las posiciones del Veleta, hasta tener a la vista la Laguna de las Yeguas y los Lagunillos de la Virgen. Si los veía suficientemente deshelados, bajaría y fotografiaría el atardecer en esta laguna o en los lagunillos y volvería a casa al anochecer. Si no, llegaría hasta el collado de la Carihuela a echar un vistazo y ver de lejos por primera vez los Raspones de Río Seco.

En la antigua carretera que llega hasta el Veleta, desde hace años cortada al tráfico, la nieve aún tenía un espesor considerable, y aunque hacía bastante calor, la nieve estaba lo suficientemente dura para permitir andar con relativa comodidad.

Ruta Río Seco #1 - Móvil

Espesor de la nieve en la antigua carretera al Veleta (Ruta Río Seco #1 – Móvil)

Tras un rato de camino, el Veleta parecía cada vez más cerca.

Ruta Río Seco #2 - Móvil

El veleta cada vez más cerca (Ruta Río Seco #2 – Móvil)

En esta ruta hay que atravesar varias pistas de esquí, aunque a la hora a la que subía ya estaba cerrada la estación y no había rastro de esquiadores, tampoco de montañeros. El silencio se rompía con el ruido de las máquinas pisa pistas, que ya trabajaban acondicionando la nieve para el día siguiente.

Ruta Río Seco #3 - Móvil

Pistas que atraviesa la ruta que llega hasta el Veleta (Ruta Río Seco #3 – Móvil)

Ruta Río Seco #4 - Móvil

Cara oeste de la sierra, dominada por las pistas y remontes de la estación de esquí (Ruta Río Seco #4 – Móvil)

La ruta también discurre por tramos de la antigua carretera al Veleta, tramos que ahora son pistas de esquí de fondo.

Ruta Río Seco #5 - Móvil

Pista de esquí de fondo sobre la antigua carretera que lleva hasta el Veleta. Al fondo los Tajos de la Virgen y la arista del Cartujo (Ruta Río Seco #5 – Móvil)

Algunas nubes rondaban la cuerda que va desde el Veleta al Caballo, y decidí parar, sacar la cámara y hacer esta fotografía que muestra el puntal de Loma Púa a la izquierda y termina en la arista del Cartujo a la derecha.

Nubes sobre los Tajos de la Virgen, el Tozal del Cartujo y el Caballo (Ruta río Seco #1)

Llegando al Collado de la Carihuela, nubes sobre los Tajos de la Virgen, el Tozal del Cartujo y el Caballo (Ruta río Seco #1)

Al girar la mirada a mi derecha vi como las nubes empezaban a cerrar la vista sobre el valle del Dílar. El Trevenque había desaparecido, y las nubes dejaban entrever el radiotelescopio del observatorio del IRAM, una inmensa parabólica de 30 metros de diámetro que fue construida en cuatro años (desde 1980 a 1984) y situado a 2.850 metros de altitud, que es utilizado cada año por más de 250 astrónomos que desarrollan allí sus proyectos científicos.

Antes de llegar a la Carihuela, las nubes cierran la vista del valle del Dílar (Ruta río Seco #2)

Antes de llegar a la Carihuela, las nubes cierran la vista del valle del Dílar, dejando entrever el radiotelescopio del IRAM (Ruta río Seco #2)

Pasadas dos horas y tras unos cinco kilómetros, tuve a la vista la Laguna de las Yeguas, que estaba completamente helada.

Laguna de las Yeguas helada (Ruta Río Seco #6 - Móvil)

Laguna de las Yeguas helada – abajo a la derecha (Ruta Río Seco #6 – Móvil)

El plan inicial cambiaba, ya que no había laguna en la que fotografiar el atardecer, así que decidí continuar hasta el refugio de la Carihuela y echar un vistazo a Río Seco desde lejos. Llegué a la Carihuela tras casi tres horas de subida.

Refugio de la Carihuela (Ruta Río Seco #7 - Móvil)

Refugio de la Carihuela (Ruta Río Seco #7 – Móvil)

La pesada carga del fotógrafo que sube a la montaña

Hay dos diferencias notables entre un montañero y un fotógrafo y que condiciona mucho el esfuerzo y los tiempos de subida en una travesía.

La primera es el peso del equipo. Cada vez que hago una ruta, aunque sólo sea de un día o una tarde, subo con una mochila tan grande que la gente, cuando cruzamos conversación en el camino, suele creer que voy a pasar varios días en la montaña. Y la realidad es que ésta va cargada casi al completo de equipo fotográfico, que además tiene un peso considerable, varios objetivos entre 1 y 1,5 kilos cada uno, la propia cámara y su bolsa, que ocupan mucho volumen, la bolsa de los filtros, el voluminoso y pesado trípode con su rótula igual de pesada, flash, linternas, etc.

Además de esto, hay que cargar con el equipo de montaña (crampones, bastones, ropa,…) y con la comida y el agua, lo que en total suma más de 16 kilos a la espalda, en una mochila con un volumen de entre 60 y 70 litros. Esto sólo para un día, por lo que si añadimos equipo para pasar la noche y agua y comida para varios días, el peso puede llegar a ser insoportable y la velocidad de marcha muy lenta.

A veces, cuando me he puesto la mochila en los hombros sin haber metido aún el equipo fotográfico, la diferencia que noto es abismal, dándome la impresión de que no llevo nada a la espalda. Cuando la cargo con el equipo, la sensación cambia totalmente.

La segunda diferencia es que los ojos de fotógrafo nos alargan más de la cuenta los tiempos de parada, ya que éstos nos entretienen cuando se quedan clavados buscando encuadres y nos ponemos a hacer varias fotografías buscando documentar una composición que vemos con potencial para una próxima vez.

El ritmo más lento por el peso, unido a tanta parada, nos hace sumar al menos entre un 20 y un 30 por ciento a los tiempos que solemos ver en los libros de rutas.

A estas dos diferencias se suma que buscamos una luz especial, por lo que solemos andar por la montaña a horas en las que el resto ya está, o aún está, descansando en los refugios o en sus tiendas. Mientras tanto, para nosotros la visibilidad en la ruta se reduce hasta tal punto que la velocidad de marcha cae considerablemente y el tiempo se alarga más y más.

Una decisión difícil

Tras llegar a la Carihuela, desde allí eché un vistazo a mis queridos Raspones.

Vista sur de Sierra Nevada con los raspones de Río Seco en el plano medio y el Mulhacén y la Alcazaba tapados por las nubes (Ruta Río Seco #8 - Móvil)

Vista sur de Sierra Nevada con los raspones de Río Seco en el plano medio y el Mulhacén y la Alcazaba tapados por las nubes. Delante, el Cerro de los Machos (Ruta Río Seco #8 – Móvil)

Ahí estaban, tan cerca, después de tanto esfuerzo para subir hasta allí. Una extensa nube cubría el Mulhacén y la Alcazaba, dejando a la vista el Puntal de la Caldera, los raspones y los crestones de Río Seco. Fue una gran sensación tener delante de mis ojos y tan cerca aquel lugar que soñaba fotografiar.

La tentación de tenerlos al alcance de la vista y poder llegar hasta ellos era fuerte. Y así empezó a rondar en mi cabeza, cada vez con más fuerza, la idea de llegar hasta allí.

Aún quedaban casi dos horas de luz, pero la nieve acumulada en el paso que había que atravesar para llegar a ellos imponía.  Sabía que si lograba llegar hasta Río Seco antes del crepúsculo del atardecer, volver de noche por aquel paso de nieve sería muy complicado y tardaría muchas horas en llegar hasta el coche, demasiadas horas andando de noche por la montaña y cansado, por lo que era inviable llegar y volver. Así que tenía que decidir si aventurarme e intentar llegar hasta allí o volverme y no tener nada después de haber llegado tan cerca.

Nieve acumulada en el paso bajo el Cerro de los Machos (Ruta Río Seco #9 - Móvil)

Nieve acumulada en el paso bajo el Veleta y el Cerro de los Machos (Ruta Río Seco #9 – Móvil)

La nieve acumulada dejó de preocuparme demasiado cuando unos montañeros que se preparaban para dormir en el refugio de la Carihuela me dijeron que venían desde el Mulhacén unas pocas horas antes, donde habían pasado la noche anterior, y que habían pasado por el camino con una huella muy marcada.

Después de pensar durante un buen rato, el impulso se apoderó de mi mente. Pensé en llegar, fotografiar el atardecer, y como ya no podría volver, continuar aún más lejos para pasar la noche en un refugio a unos dos kilómetros más al Este. La tentación de llegar hasta allí y las ganas de ver aquel lugar con la luz del amanecer terminaron de cegarme. Así que decidí comenzar a andar. Aquella duda me había llevado a estar parado en la Carihuela más de media hora, así que ya quedaba menos aún para que anocheciese.

Llevaba suficiente comida, poca agua, aunque esto tenía remedio, y ningún equipo para pasar la noche, pero como la temperatura no llegaría a bajo cero, pensé que podría pasar la noche dentro del refugio, bien abrigado y con dos mantas de emergencia que siempre llevo en la mochila. Y así fue.

Las horas más duras del camino

Tras una bajada hasta los 3.100 metros, y pasada laguna de los Vasares del Veleta, de la que no había ni rastro, ya a los pies del Cerro de los Machos, el camino empezó a ponerse muy difícil, el paso comenzó a tener una gran pendiente y todo se fue complicando, con nieve relativamente dura, lo que me obligó, a pesar de ver restos de desprendimientos de roca, a parar donde el carril de tierra aún tenía claros y ponerme los crampones. Esto, unido a las paradas continuas para hacer fotografías de esta parte del camino, me retrasó demasiado.

El camino comienza a complicarse, con un desnivel considerable (Ruta río Seco #3)

El camino comienza a complicarse, con un desnivel considerable. Un claro en la pista de tierra, aunque con desprendimientos de roca, me sirve para parar y ponerme el equipo (Ruta río Seco #3)

Cuando vuelvo a ponerme en marcha y miro hacia adelante, me doy cuenta de que al fondo las nubes comenzaban a taparlo todo. Ya no hay rastro de la Alcazaba ni del Mulhacén, ni de Loma Pelada ni del Puntal de la Caldera. Los raspones y crestones apenas se ven. Empecé a pensar que si la niebla lo cubría todo, la noche caería todavía más de prisa y ver el camino se complicaría todavía más.

Ruta río Seco #4

Paso al atardecer bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #4)

Más tarde, tras avanzar unos cuantos metros, el viento comienza a despejar de nuevo el fondo y esto me da algo de tranquilidad, ya que veo que el paso cada vez tiene más pendiente.

Paso con cierta pendiente bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #6)

Paso con cierta pendiente bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #6)

Miré hacia atrás y allí quedaban los restos de la pista, ya que la nieve comenzaba a cubrirlo todo.

Vista atrás de los restos de la pista y nieve sobre el paso hacia el Collado del Lobo (Ruta río Seco #5)

Vista atrás de los restos de la pista y nieve sobre el paso bajo el Cerro de los Machos hacia el Collado del Lobo (Ruta río Seco #5)

Lo que pensaba que sería nada más que una hora de camino comenzó a alargarse más de lo que esperaba. Lo peor de todo es que aquella visión de la inmensidad de la montaña y de las luces del atardecer hicieron que no fuera consciente de que la tarde avanzaba demasiado.

Tras cinco horas desde que comencé, llegué al collado del Lobo. La vista de la sierra desde allí, con Veta Grande, el corral de Valdeinfierno y toda la cara norte,  impresionaba.

Vista de Veta Grande desde el Collado del Lobo (Río Seco #11, privamera 2014)

Vista de Veta Grande desde el Collado del Lobo (Río Seco #11, privamera 2014)

Vista desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #7)

Vista desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #7)

Aún ni había llegado a Río Seco cuando la luz ya había caído demasiado y me había perdido aquel magnífico atardecer durante el camino. Justo cuando ya dejaba atrás el Collado del Lobo, empecé a ver marcas de posibles fracturas de placa más abajo y comencé a preocuparme, pero supe que ya no había vuelta atrás, debía seguir y llegar al refugio antes de que las temperaturas comenzasen a bajar mucho y la noche se cerrase del todo atravesando aquellos pasos con tanto desnivel.

Valle del río Veleta. Luz muy baja antes de llegar a la puerta de los raspones (Ruta río Seco #8)

Valle del río Veleta. Luz muy baja antes de llegar a la puerta de los raspones (Ruta río Seco #8)

Un poco más adelante, último paso de nieve complicado antes de llegar a la puerta de los raspones (Ruta río Seco #9)

Un poco más adelante, último paso de nieve complicado antes de llegar a la puerta de los raspones (Ruta río Seco #9)

Ya ni me atreví a entretenerme para sacar el trípode y fui configurando la cámara, estirando los parámetros de exposición en cada fotografía para intentar mantener la mínima velocidad de exposición que mi pulso tolera, primero subiendo ISO hasta que la cámara ya no pudo con el ruido, luego abriendo el diafragma todo lo que el gran angular me permitía sin perder la profundidad de campo mínima que necesitaba aquel paisaje. Las últimas fotografías ya sufrían una falta de nitidez notable por la trepidación.

Vista del Puntal de la Caldera desde el Collado del Lobo. Última fotografía en la que la velocidad ya no permitía mantener una nitidez aceptable (Ruta río Seco #10)

Vista del Puntal de la Caldera antes de llegar a la puerta de los raspones. Última fotografía en la que la velocidad ya no permitía mantener una nitidez aceptable (Ruta río Seco #10)

Las fotografías ya no importaban

Y así hasta que poco a poco dejé de hacer fotos, guardé la cámara y mi mente ya sólo se centró en lo realmente importante, en llegar al refugio tan rápido como pudiese y con el mayor cuidado. Al final sólo había podido hacer unas pocas fotos del camino al atardecer, a pulso y sin el equipo adecuado, ninguna como me gusta, de forma calmada y reflexiva, con un encuadre y una composición bien pensados, meditados, desplegando el trípode en su sitio, midiendo la luz y colocando los filtros delante del objetivo, todo ello como si de un ritual sagrado se tratase.

El nivel de luz cayó tanto que el móvil sólo fue capaz de captar estas dos fotografías justo antes de llegar a la puerta de los raspones.

Paso de nieve con la noche cerrada (Ruta Río Seco #10 - Móvil)

Paso de nieve antes de llegar a la puerta de los raspones con la noche cerrada (Ruta Río Seco #10 – Móvil)

Último vistazo hacia atrás antes de pasar la puerta de los raspones (Ruta Río Seco #11 - Móvil)

Último vistazo hacia atrás antes de pasar la puerta de los raspones, aún quedaban 2,5 kilómetros y una hora y media hasta el refugio de Pillavientos (Ruta Río Seco #11 – Móvil)

Ya hacía frío y estaba tan cansado después de casi 6 horas que, pasada la puerta de la pista que atraviesa toda la sierra, tuve que pararme a descansar un rato, beber agua y ponerme el cortavientos, guantes y gorro. Hasta ese momento había pasado todo el día con una simple camiseta técnica y una gorra para taparme del sol.

Tras la puerta excavada sobre la roca de los raspones, el paso perdió algo de pendiente y fue más suave, pero la noche ya estaba tan avanzada que no veía el fondo del desnivel, y esto me preocupaba. Tras un rato, después de doblar la curva de la loma Pelada, la nieve desapareció, y aunque reapareció en unos pocos tramos, esto me dio un respiro, un alivio pensar que ya sólo se trataba de andar de noche por un carril de tierra, sin el riesgo de pisar nieve donde no debía y provocar algo grave.

Por fin en el refugio

Tardé una hora más en llegar al refugio desde la puerta de los raspones, a las 23:00. Y allí pasé la noche, abrigado y envuelto en mi manta de emergencia, en el refugio de los tres nombres, Pillavientos, Villavientos o «de Loma Pelá». Llegué tan cansado que ya no hice ninguna foto de aquel sitio ni me quedaron ganas de salir a hacer ninguna nocturna de la sierra.

Aunque los montañeros de la Carihuela me habían comentado que cuando pasaron el refugio estaba vacío, había una persona ya durmiendo, que se llevó un buen susto cuando entré allí a las tantas de la noche provocando un buen estruendo con la puerta de hierro que apenas encajaba. Aun así, tuve suerte, ya que no sé qué habría pasado si hubiese estado lleno, como parece que lo estaba aquella noche el refugio de la Caldera un par de kilómetros más allá.

Aquel montañero, después de reponerse del susto y del sueño, me dio algo de conversación mientras yo cenaba. No podía creerme, según me dijo, que llevara metido en el refugio desde las cuatro de la tarde, la misma hora a la que yo había comenzado mi ruta, perdiéndose el espectáculo y la magia de la luz del atardecer en inmejorable lugar. Supongo que a cada cual le gusta la montaña a su modo.

Calculando que la vuelta a Río Seco por la mañana temprano, aún de noche, me llevaría una hora, antes de dormir no olvidé programar la alarma de mi teléfono para las 5:40, de modo que pudiese estar un buen rato antes del amanecer junto a la laguna de Río Seco. Aquel día amanecería a las siete y media, pero el crepúsculo civil del amanecer comenzaría pocos minutos pasadas las siete de la mañana.

Pasé la noche envuelto en aquella manta y en un buen abrigo de plumas, utilizando el forro polar como manta para las piernas. El termómetro de temperatura ambiente que siempre llevo colgado en la mochila marcaba allí dentro unos 3 grados sobre cero. Aquello fue suficiente para pasar la noche, excepto la única parte para la que no llevaba abrigo. El frío en los pies, aun dejándome las botas puestas, no me permitió dormir en toda la noche, así que más que dormir, tuve la ocasión de descansar tumbado hasta antes del amanecer. Esta fue, además de otras cuantas, una lección más de lo que no hay que hacer, que es pasar la noche en la montaña sin el equipo adecuado.

En busca de la luz

Por fin sonó el despertador a las 5:40, algo que nunca he deseado con tanta intensidad, y no me costó nada ponerme en pie, recoger todo y comenzar el camino.

Llegué a Río Seco en media hora, la mitad de tiempo de lo que había tardado durante la noche, se notaba que aunque no hubiese dormido, al menos había descansado.

A pesar de que la luna aún brillaba, todo estaba bastante oscuro, pero poco a poco empezó a aparecer la luz. La laguna grande era una mancha de hielo, lo que me decepcionó, aunque ya lo esperaba después de ver la tarde anterior cómo estaba la laguna de las Yeguas, casi a 300 metros menos de altitud. Del resto de lagunas y lagunillos no había ni rastro.

Río Seco #4, privamera 2014

Amanecer en Río Seco #4, privamera 2014

Dejé la pesada mochila encima de una roca y me colgué la bolsa con el equipo y los filtros. Preparé la cámara, y ahora sí, el trípode, el portafiltros, los filtros a mano.

Di varios rodeos buscando encuadres, siempre en estos casos con la obsesión de no pisar nieve y dejar huella que fastidiase una composición, algo que nunca deja de ser estresante.

Río Seco #7, privamera 2014

Raspones de Río Seco al amanecer (Río Seco #7, privamera 2014)

Río Seco #6, privamera 2014

Amanecer Río Seco #6, privamera 2014

Ya tenía un encuadre inicial, del que estaba haciendo disparos de prueba a ISO muy alta, cuando en ese momento el crepúsculo comenzó a llenarlo todo de color y empezó el tiempo mágico que había estado soñando fotografiar.

Río Seco #1, privamera 2014

Amanecer en Río Seco #1, privamera 2014

Un vínculo intenso y extraño

En realidad soñaba con fotografiar los raspones y de los crestones salpicados de nieve y su reflejo sobre la laguna, con una fina película de agua formando un espejo, y la ausencia de esto, a ojos de un espectador que no ha vivido el momento ni sufrido para verlo, puede quitarle toda la espectacularidad a las fotografías que logré captar, y no llegar a ver aquello que yo veo reflejado cuando miro estas fotografías.

En cambio, para mí, el momento tan especial que viví hace que mantenga un intenso y extraño vínculo emocional con estas fotografías, vínculo que no he tenido nunca al fotografiar otros lugares. Creo que es la primera vez que entiendo de verdad a aquellos fotógrafos que hablan de cómo trataban de reflejar en su fotografía lo que sentían cuando la hicieron.

Hora de volver

Llega un momento en el que ya has explorado todos los encuadres que tu imaginación es capaz de ver en una única sesión, la luz se vuelve muy intensa, la magia del color desaparece y las emociones acaban dejándote agotado mentalmente, con lo que la creatividad ya no da para más. Ese es el momento de volver.

Y ese momento ocurrió después de que el crepúsculo fuera sucedido por unas ligeras nubes que aguantaron la luz suave hasta casi una hora y media. Tras recoger todo, beberme las pocas reservas de agua que aún me quedaban y comer todas las galletas y barritas que siempre llevo «por si acaso», me puse en camino.

En poco tiempo subí de nuevo a la huella trazada en la nieve por donde se suponía que transcurría la pista de tierra. Un último vistazo me permitió tomar esta fotografía de los Raspones desde arriba.

Último vistazo de los raspones desde la pista  (Ruta río Seco #18)

Último vistazo de los raspones desde la pista (Ruta río Seco #18)

La cicatriz de Sierra Nevada

Al rato llegué a la famosa puerta excavada en los raspones. Esto es algo que hoy día no se permitiría por ser una locura. Allí queda esta cicatriz de una gran herida hecha en el pasado a la zona más bonita de la sierra. Supongo que el daño ya está hecho y lo hecho, hecho está, no se puede reconstruir un raspón.

La puerta de los Raspones de Río Seco (Ruta río Seco #20)

Puerta de los Raspones de Río Seco (Ruta río Seco #20)

Algo parecido y que sí ha tenido remedio es el refugio Félix Méndez. Éste fue un refugio guardado que se construyó en los destructivos años 60 a orillas de la laguna grande de Río Seco. Otra más de las heridas hechas en el núcleo central de la sierra que hoy tampoco se habría permitido.

Para los que nos importa mantener el paisaje natural como tal, y más en esta zona tan especial, este refugio era, como se dice del Palacio de Carlos V en La Alhambra, «un santo con dos pistolas». Un edificio de dos plantas de altura estropeando el paisaje natural de ese bonito circo glaciar.

Esto sí tuvo remedio, y fue demolido a finales de los años 90, restituyendo el paisaje de este lugar tan maravilloso que nunca debía haber sufrido aquella huella humana tan visible. Aún quedan en otras sierras, como la de Gredos, huellas tan marcadas como la que fue este refugio.

En varias de las fotografías que tomé aparece en primer plano una base rocosa del circo glaciar sobre la que se asentaron los cimientos del refugio, y en ellas se pueden apreciar los restos de ladrillo que aún quedan.

Restos de ladrillo del antiguo refugio Félix Méndez (Río Seco #12, privamera 2014)

Restos de ladrillo del antiguo refugio Félix Méndez (Río Seco #12, privamera 2014)

Continuando el camino de vuelta

Pasada la puerta me volví a enfrentar a los pasos de nieve con un fuerte desnivel, y aún me quedaron ganas de fotografiar esta escena de un pequeño pico en la que un ligero cirro simula un humeante volcán.

Paso cargado de nieve tras la puerta de los raspones (Ruta río Seco #22)

Paso cargado de nieve tras la puerta de los raspones (Ruta río Seco #22)

Paso bajo el Cerro de los Machos visto desde la puerta de los raspones (Ruta río Seco #23)

Paso bajo el Cerro de los Machos visto desde la puerta de los raspones (Ruta río Seco #23)

Llegando al Collado del Lobo (Ruta río Seco #28)

Llegando al Collado del Lobo (Ruta río Seco #28)

Pero antes de seguir caí en la tentación de volver la mirada para despedirme de los crestones.

Mirada atrás hacia los Crestones de Río Seco (Ruta río Seco #21)

Mirada atrás hacia con los Crestones de Río Seco, el Mulhacén y la Alcazaba (Ruta río Seco #21)

A medio camino llegué al Collado del Lobo, donde estuve entretenido con la vista de la Alcazaba y el Mulhacén y el resto de picos del Este de Sierra Nevada, finalizando en el Picón de Jérez, el tresmil más alejado desde esta vista, y que coroné y en el que dormí un verano de hace muchos años cuando rondaba los dieciséis.

Además, desde el Collado del Lobo se podía ver Veta Grande, donde ya clareaba la nieve. La vista ya no era tan impresionante como la del atardecer anterior con aquellas nubes oscuras y amenazantes.

Veta Grande desde el Collado del Lobo a la vuelta (Ruta río Seco #29)

Veta Grande desde el Collado del Lobo a la vuelta (Ruta río Seco #29)

Mulhacén, La Alcazaba, Puntal de Vacares y otras cimas orientales desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #30)

Mulhacén, La Alcazaba, Puntal de Vacares y otras cimas orientales desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #30)

Y mirando hacia el sur ahora sí se podía contemplar bien el valle del río Veleta, donde no había rastro de los lagunillos del púlpito.

Valle del Río Veleta desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #31)

Valle del Río Veleta desde el Collado del Lobo (Ruta río Seco #31)

Ya avanzado el paso bajo el Cerro de los Machos, una mirada atrás y descubrí que me seguía una cordada de 3 seguida muy de cerca de otra de 4, que no logró alcanzarme hasta llegar al ascenso del collado de la Carihuela.

Cordadas que me seguían cuando ya llegaba al paso bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #32)

Cordadas que me seguían cuando ya llegaba al paso bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #32)

Mientras tanto yo atravesaba el último paso complicado.

Camino de vuelta, último paso complicado bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #27)

Camino de vuelta, último paso complicado bajo el Cerro de los Machos (Ruta río Seco #27)

Una vez que logré llegar hasta el refugio de la Carihuela, ahí seguían los montañeros con los que había hablado el día anterior. En cambio, yo ya llevaba dos horas y media en ruta y una hora y media fotografiando en Río Seco.

Desde el collado de la Carihuela, tras una vista atrás para contemplar lo que ya quedaba lejos, pude ver una masiva fila de montañeros que acababa de pasar por la puerta, precedida de un montañero solitario y éste a su vez precedido por varias filas más que casi llegaban al Collado del Lobo, todos ellos sobre la Alcazaba como fondo. Supongo que tal cantidad de montañeros sería la que debía haber pasado la noche en el refugio de la Caldera, no me extraña que estuviese a rebosar aquella noche.

Desde la Carihuela, fila de hormigas siguiendo los pasos que había hecho momentos antes (Ruta río Seco #34)

Desde la Carihuela, fila de hormigas siguiendo los pasos que había hecho momentos antes (Ruta río Seco #34)

Un vistazo hacia el norte y ahí tenía la cara sur del Veleta, con la caseta-laboratorio bien visible.

Cara sur del Veleta (Ruta río Seco #33)

Cara sur del Veleta, desde el Collado de la Carihuela (Ruta río Seco #33)

Un esfuerzo más me llevó ya de bajada directa hasta las Posiciones del Veleta, que son restos de antiguas trincheras de la Guerra Civil. Tras éstas se veía el inmenso cortado de la cara norte del Veleta.

El ambiente había cambiado completamente tras pasar la Carihuela. De una sierra alpinista totalmente tranquila y en silencio, pasé a una sierra dominada por las pistas de esquí, remontes por todos lados, muchos esquiadores y ruido constante.

Última foto de la travesía, mirada atrás hacia el Veleta (Ruta río Seco #35)

Última foto de la travesía, mirada atrás hacia el Veleta (Ruta río Seco #35)

Y por fin, tras 21 horas de travesía, 24 kilómetros recorridos y un ascenso y descenso de más de 1000 metros, llegué exhausto al coche y terminó esta aventura.

Un lugar para reflexionar

Ya apuntaba con mi artículo anterior que me encanta este lugar. Supongo que todos tenemos un lugar talismán, nuestro campo de pruebas, al que nos gusta volver una y otra vez para aprender a ver cómo cambia la luz con las estaciones, la hora del día, el clima.

Lo mejor de este lugar es que no es estático, así que es difícil que me pueda llegar a cansar. La variabilidad del nivel de agua siempre aporta nuevos primeros planos y nuevos retos.

Para mí este lugar no sólo representa un elemento puramente artístico en el que las fotografías muestran características plásticas, disposiciones, orden de elementos, en definitiva, no sólo placer visual, representa una sensación muy especial y por eso lo llamo «un lugar para reflexionar», porque es un lugar que me permite huir del ajetreo de las masas, huir de la realidad, me ayuda a olvidar los conflictos del trabajo cotidiano y me ayuda a meditar, a desacelerar este frenético ritmo de vida, a buscar momentos más pausados, a disfrutar de cómo las ideas y los pensamientos se van cocinando a fuego lento en mi cabeza y llegan a elaborarse lentamente, de forma completa.

De este lugar ya conservo un buen conjunto de fotografías, me temo que algunas (o bastantes, espero) se salen de los cánones, de las reglas. Esto se debe a que reflejan un estado de ánimo distinto, más melancólico. He recopilado las más representativas aquí.

La siguiente fotografía representa la calma, orden, un momento de tranquilidad. Todo el encuadre está lleno, cada hueco es ocupado por un elemento que le da sentido y armonía, ya que está despejado y no hay elementos abarrotados.

Pantano de Santillana #1

Pantano de Santillana #1

Ésta otra representa el misterio, el fondo refleja un hecho inesperado que rompe la calma y la oscuridad.

Pantano de Santillana #3

Pantano de Santillana #3

En cambio, ésta aporta la visión de una tarde apoteósica, un final de orquesta a lo grande, al estilo del Bolero de Ravel y su gran acorde disonante y derrumbe final.

Pantano de Santillana #5

Pantano de Santillana #5

Este cálido atardecer de finales de invierno es de las pocas veces que me atrevo a incluir el sol en el encuadre. El que no tenga elementos en primer plano me relaja aún más, esas ondas en el agua, con una sensación de silencio y de bienestar.

Pantano de Santillana #7

Pantano de Santillana #7

Estas otras tres creo que representan bien el estado que sufría en ese momento: melancolía, tristeza sosegada. Por eso huyo en ellas de elementos que recarguen el encuadre y busco el vacío en el cielo o en el primer plano.

Escribiendo sobre todo esto, me viene a la cabeza lo extraño que es el comportamiento, el misterio del estado de ánimo, con estos cambios repentinos entre euforia y energía, que, al no sostenerse sobre algo real, cae repentinamente a la tristeza más indescriptible.