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Rayos crepusculares en mi ventana

Comienza 2015 y traigo poca sustancia fotográfica, pero muy cargada de morriña. Son tres fotografías muy simples, pero me gustan por su momento de luz, o por el fenómeno que incluyen, y por el sujeto. Muestran la línea de cumbres de Sierra Nevada, la gran Sulayr o montaña del sol, y están hechas durante un amanecer de este invierno.

Las hace especiales para mí el hecho de ser las vistas de mi ventana esas pocas veces que voy a Granada. No os podéis imaginar la diferencia que hay con lo que veo todos los días cuando me asomo a la ventana en la gran —y no menos asfixiante— urbe.

La primera fotografía muestra rayos crepusculares proyectados como sombras por los picos y collados de la línea de cumbres. De este fenómeno hablaba en el artículo Rayo anticrepuscular al atardecer, Santillana, verano 2014. Está hecha unos minutos antes de que el sol se eleve por la loma del Veleta, el famoso «Panderón».

Las otras dos captan el momento en el que está saliendo el sol.

Ya sé que no es lo mismo que estar allí, pero me conformo con haber captado ese momento, poder desviar ahora la mirada de mi ventana y verlo de nuevo cuantas veces quiera.

Feliz 2015

Bueno, como el año ya no da para más, ahí va la última de 2014 en el blog. La verdad es que no sé bien qué estaba pensando antes de hacerla, pero esto es lo que ha salido. Y de nuevo, la pequeña Islandia que es Cabo de Gata. Esta escena me recuerda a las famosas rocas de la playa de Vik.

Feliz 2015 cargado de buena luz, viajes lejanos y, cómo no, pequeños momentos de soledad en la montaña.

Un sueño de diez millones de años

Diez millones de años lleva dormido este dragón. Desde entonces, dos veces al día el sol se empeña en volver a despertarlo. Aquel atardecer buscó como aliados a dos grandes cúmulos y parecía haberlo conseguido, pero sólo fue un espejismo.

Había estado lloviendo casi toda la tarde y deambulaba de cala en cala sin hallar lo que buscaba. Días antes vi fotografías de aquellas playas y mi cabeza imaginó una escena que probablemente no existía.

La travesía no era muy larga, pero andar entre dunas y rocas volcánicas no fue fácil y me llevó más tiempo del que pensaba. Ya se escapaba la luz en la última cala y no encontraba mi escena imaginaria. Decidí subir a una cresta de lava estrecha y empinada que acababa muriendo en el mar y así ver qué había al otro lado. Una vez arriba sólo me encontré esta escena, ninguna playa de arena fina a la que bajar, ningún farallón fotogénico que incluir en la composición.

No quedaba más tiempo para desandar mis pasos y volver a la cala anterior. Decidí quedarme allí y ver lo que quedaba del atardecer sin hacer ni una fotografía. El viento me zarandeaba con fuerza y tuve que tumbarme para no acabar cayendo por el acantilado. Como no me resignaba, volví a sacar la cámara y empecé a probar composiciones. Intentaba utilizar la curva formada por la cresta y los acantilados como vector que guiase la mirada hasta el cerro. Cuando tuve claras dos composiciones, desplegué el trípode y, antes de poner la cámara, medí la exposición al cielo y después al cerro. Como la diferencia de luz entre ambas era poco más de un paso, saqué de mi bolsa un filtro degradado neutro de 1,5 pasos. El cielo azul poco saturado y las nubes grises no ayudaban. La escena parecía apagada, sin vida, y disparé sin mucha ilusión. Pero en un instante los dos cúmulos comenzaron a teñirse de intenso color rojo y la escena comenzó a latir con tanta fuerza que parecía que ese viejo volcán sumergido iba a entrar de nuevo en erupción. Ahora sí tenía sentido aquella fotografía.

Amanecer de otoño en la playa de los Genoveses, Cabo de Gata, 2014

La tranquilidad que se respiraba en la playa aquel amanecer de otoño poco se debía parecer al ajetreo del día de 1147, cuando la flota de guerra genovesa fondeó en esta ensenada para protegerse de un temporal antes de unirse a castellanos y catalanes para invadir Almería. Desde entonces la llaman Playa de los Genoveses.

Tampoco debía parecerse mucho a los días en los que hace millones de años la lava brotaba de esta inmensa cuenca volcánica submarina y formaba sus paredes, de las que quedan el cerro del Ave María y el Morrón de los Genoveses flanqueando la bahía a cada lado.

La tarde anterior el mar había estado revuelto. Sólo días así el agua rebasa la orilla e inunda la playa, formando una fina película de agua capaz de atrapar reflejos casi nítidos.

Antes de llegar al parking que hay unos metros tierra adentro, el hecho de no ver ni un solo coche, furgoneta o autocaravana era buena señal. Muy diferente a cualquier época de vacaciones, especialmente verano. Esos días la playa es una pena.

Llegué con tiempo, sin ninguna composición pensada, pero nada más ver el gran charco con el reflejo y el fuerte triángulo en penumbra pensé que esa sería mi fotografía.

La mañana no acabó mal y el cielo me regaló un buen festival de nubes que coronaban el morrón hacia el oeste. Poco a poco el día se iría cubriendo, mostrando una luz difusa con mucho juego en calas vecinas, pero esa es otra historia.

Las dunas también mueren

Cegado por la luz intensa al salir de un túnel. Así me siento cuando llego a un lugar al que voy por primera vez. Me cuesta centrar la mirada.

Del mismo modo que la pupila necesita un tiempo de reacción para adaptarse al cambio de luz, mi modesto ojo fotográfico necesita un tiempo de adaptación hasta empezar a ver algo atractivo, una escena con una estructura visual ordenada, empezando poco a poco a identificar elementos y relaciones entre ellos.

Para empeorar las cosas, si llego pronto, cuando falta uno de los dos ingredientes de la fotografía —la luz—, me cuesta ver aún más. Estoy seguro de que muchas veces no sé identificar una buena composición por la falta de ese otro ingrediente. Es como si no pudiese ver el enigma que esconde el puzzle porque me falta una de las dos piezas de la fotografía.

Así me sentí al llegar a ese lugar de Cabo de Gata. Cuando estudié este sitio tenía claro que quería combinar en primer plano la duna fósil con los domos volcánicos —los Frailes— como fondo. Dos signos del paso del tiempo con tonos opuestos.

Parecía imposible conectar ambos elementos (duna y cerros); sólo encontraba escenas con dos planos totalmente aislados, sin relación entre ellos. Encontrar un flujo visual en el primer plano era complicado. Demasiado caos en los estratos de la duna y ningún tipo de orden. Además, desplazarme mucho hacia la vecina playa del embarcadero —para buscar un primer plano mejor— cambiaba el punto de vista de tal forma que el Fraile Chico ocultaba al Fraile Grande y el fondo perdía contenido.

Después de dar muchas vueltas a la playa encontré esta grieta. La utilicé como vector para guiar la mirada hacia el fondo. Pensé que era un buen complemento a un volcán: una línea sinuosa que me recordaba a un antiguo río de lava fluyendo desde éste. Aunque no fue el mejor, el cielo ayudó a potenciar la escena volcánica: las nubes simulaban el humo y ceniza de una erupción y el rojo evocaba al magma ardiendo.

Rayo anticrepuscular al atardecer, Santillana, verano 2014

Una tarde de verano, mientras fotografiaba la puesta de sol, el cielo guardaba una sorpresa a mi espalda. Al darme la vuelta lo vi. Allí estaba, de un color azul oscuro, destacando sobre el resto del cielo. Era un rayo anticrepuscular. Convergía solitario en el horizonte, proyectado por la sombra de una gran nube que se interponía en el camino de los rayos del sol.

Los rayos crepusculares son visibles si un objeto se cruza en el camino de los haces de luz emitidos por el sol, cuando éste se ha puesto (o está saliendo) y se halla entre 3 y 6 grados por debajo del horizonte. Ese rango de posición coincide con la segunda mitad del crepúsculo civil del atardecer (o la primera mitad del crepúsculo del amanecer). El objeto —una nube o una montaña— proyecta una sombra en el cielo que vemos como un rayo divergente si miramos en dirección a la puesta de sol. Aunque es más raro verlos, si nos damos la vuelta y miramos hacia el punto antisolar —punto contrario a la puesta del sol—, podemos ver rayos convergentes en el horizonte. Son los llamados rayos anticrepusculares, como el que aparece en esta fotografía. La convergencia y divergencia de los rayos es un efecto óptico, ya que en realidad son paralelos. De la misma forma pero en sentido contrario aparecen los rayos crepusculares al amanecer.

Cuando hice la fotografía, a las 21:02, el sol se hallaba a 3,2 grados por debajo del horizonte y el rayo aparecía con su mayor intensidad. Seis minutos más tarde todavía era visible, aunque más débil. El sol había bajado a -4.3 grados. Cuando éste descendió a -6 grados, finalizando el crepúsculo civil, las primeras estrellas aparecieron en el cielo y el rayo desapareció.

Elegir una composición que recogiera algo más que aquel curioso fenómeno óptico fue difícil. El horizonte bajo y el formato horizontal lograron centrar el interés en el rayo, pero también deseaba hacer algo más. El formato vertical me permitió cambiar un poco la composición e incluir como protagonistas a las «potamogeton natans» —plantas acuáticas abundantes en la zona— movidas por el viento.

Montaña bajo la luz de un amanecer

Siguiendo con la reflexión del artículo anterior sobre la luz, en éste me gustaría enfrentar cara a cara dos momentos diferentes de una misma escena en Sierra Nevada con una composición casi idéntica y demostrar que merece la pena el sacrificio de buscar una luz adecuada; o al menos las sensaciones que podemos tener al contemplar el espectáculo de luz de un amanecer en la montaña.

La primera fotografía es un borrador hecho con el móvil a las 12:30 de la mañana. La luz cenital y blanca resulta bastante aburrida.

La segunda fotografía está hecha al amanecer, justo cuando el sol casi ha despuntando y una suave luz rosada ilumina parte de los raspones, la misma que se proyecta sobre las nubes lejanas a la izquierda.

¿Hablamos de un «alpenglow» o simples rayos solares? La fotografía está hecha unos pocos minutos antes de que el sol se eleve por el horizonte (-1.4 grados) y esa luz no proviene de rayos solares directos sino que en realidad es un resplandor rosado. Por tanto, sí se trata de un «alpenglow». ¿Y de dónde viene exactamente? Es el resplandor de la luz que había a mi espalda, la de la siguiente fotografía, que está hecha un minuto después que la anterior. En ésta otra el sol tampoco se ha elevado y está a -1.2 grados (podré decirlo con esa exactitud siempre y cuando el reloj de mi cámara no esté muy dislocado).

Es todo un espectáculo ver cómo ese resplandor rosado —el cinturón de venus o arco anticrepuscular— va cambiando al elevarse el sol. Si miramos hacia el punto antisolar (de espaldas a la salida del sol), cuando éste está más bajo el resplandor rosado se proyectará sobre las nubes más altas. Según vaya ascendiendo el sol, el resplandor rosado irá bajando, las nubes altas se irán destiñendo y volviéndose grises, y las más bajas se teñirán de rosa. Así hasta llegar a tocar las cimas de las montañas, que será el momento en el que veamos ese «alpenglow». Cuando el sol supere el horizonte (se eleve por encima de los cero grados), el cinturón de venus desaparecerá y habrá comenzado la «hora dorada», cambiando la luz de la escena de un rosa delicado a un dorado intenso.

Más fotografías del amanecer en Luces de primavera en Río Seco.

Ingredientes de una fotografía

Hace un mes que no escribo y hace mucho más que no salgo a fotografiar. Otoño apático que a mí por ahora no me ha inspirado mucho, seguramente porque se está pareciendo más a un aburrido verano —hablando en sentido fotográfico— que a la época mágica que debería ser. Nada de nieblas que envuelven el paisaje de misterio, ni rastro de amaneceres donde la luz cálida choca contra la neblina y se dispersa creando un velo dorado. Y lo peor de todo, los árboles están perdiendo ya sus hojas sin haber mostrado apenas una tímida fiesta de color.

El «buen tiempo común» saca a la gente a la calle, y a mí también me gusta disfrutarlo; pero disfruto más en la naturaleza si hay «buen tiempo fotográfico», por lo menos el que yo entiendo así. Hace pocos días daba un paseo en la montaña bajo una intensa lluvia y así es como disfrutaba de verdad.

Mientras sigue este «buen tiempo común» seguiré aprovechando momentos para estar más en casa y leer, repasar mis libros de fotografía y dar una nueva vuelta a mi archivo. En uno de esos momentos estaba archivando bocetos de los que suelo tomar con el móvil y he visto una fotografía de Mónsul. Al ver el boceto y la fotografía acabada se me ha ocurrido escribir este breve artículo sobre luz y composición, los dos ingredientes básicos —más bien únicos— de una fotografía.

El boceto es el siguiente. Lo hice la tarde anterior, cuando la luz era aún dura, de hecho es un contraluz. No me suele gustar mucho hacer fotografías a contraluz, así que tomé el boceto para echarle un vistazo después de la cena y pensar cómo haría la foto al amanecer del día siguiente (al final casi idéntica). La composición está más apretada que en la foto final, y la razón es técnica, el móvil no permite más angular y detrás había una pared que no me permitía abarcar más separándome de la escena.

En la fotografía final (más abajo) la luz es suave, el sol estaba a mi espalda y además no había superado el horizonte.

¿Qué lleva de una a otra? La luz. El boceto está tomado a la hora en la que estaba allí, una buena hora para pasar un día de playa pero algo menos para fotografiar (según lo que queramos). Y para conseguir esa luz: paciencia —además de sacrificio— y técnica.

Paciencia porque tendría que volver muchas veces y muy temprano para lograr una luz aún mejor, lo que depende de muchos factores, como las nubes o la época. Las nubes, y sobre todo las corrientes de aire ascendentes provocadas por los cambios de temperatura, porque elevan partículas que van a filtrar la luz del sol, potenciando así el color. La época por la posición del sol y la trayectoria de elevación; en función de ésta, los rayos tendrán que atravesar más o menos atmósfera y la luz se filtrará mostrándose de una manera más mágica o más anodina. Sacrificio porque hay que levantarse temprano y pasar frío, o perderse la hora de la cena durante un viaje en el que supone que vas a descansar y a pasártelo bien.

Y técnica porque la luz hay que aprender a manejarla y captarla, hay que aprender a ver como lo hace una cámara y a entender sus limitaciones a la hora de registrar la luz (el rango dinámico y la latitud de la película) y sus limitaciones a la hora de plasmar en dos dimensiones una escena en tres dimensiones (algo que a simple vista —tres dimensiones— nos parece interesante, puede dejar de serlo al captarlo la cámara —dos dimensiones—, teniendo que buscar separación de las distintas capas por cambios de tono entre ellas).

Además de luz, el otro ingrediente es la composición: elegir la disposición de los elementos, dónde colocar los bordes del encuadre para encerrar la escena y elegir sujetos que atraigan. Todo puede estar muy bien colocado pero no decir nada si el sujeto es realmente feo.

¿Qué diferencias compositivas hay entre el boceto y la fotografía final? Simplicidad: para reflejar calma utilicé un filtro neutro de seis pasos, eso me permitió convertir el agua en un plato casi liso; mi objetivo principal al hacerlo era simplificar la escena eliminando oleaje y no recargando la composición con una textura rugosa en el mar.

¿Otra diferencia? Aire en los bordes del encuadre. Un plano más abierto ha permitido dar aire al promontorio —mejor separación de éste con los bordes del encuadre, tanto lados como superior— y no crear una sensación de agobio. Este tipo de sensaciones «feas» suelen denominarse «tensión visual» porque el ojo percibe algo que molesta y se distrae con ello.

Otra diferencia, aunque no tan notable, es el recorrido visual, cómo he elegido el cañón de agua para que guíe la mirada hacia el fondo; en el boceto el cañón, además de que es poco perceptible por falta de luz en el primer plano, apunta casi al borde izquierdo del encuadre, y casi saca la mirada de la fotografía.

Y una última diferencia, equilibrio entre primer plano y fondo. Siempre hablamos de equilibrio simétrico y asimétrico pensando en una balanza de peso visual izquierda-derecha pero nos olvidamos del equilibrio en tres dimensiones, el de profundidad, equilibrio entre primer plano y fondo. Un objeto distante pesa más —en términos visuales— que uno cercano. Por tanto, si un objeto en primer plano es más pequeño comparándolo con un objeto en el fondo, el primero pesará menos visualmente. En la composición hay un diálogo entre dos elementos principales: el cañón de agua en primer plano y la peineta en el fondo. En el boceto están en desequilibrio porque la peineta ha quedado demasiado grande respecto al cañón, por lo que éste último pasa bastante desapercibido y la vista se va directamente a la peineta por su mayor tamaño y por estar en el fondo —además, a ello contribuye que está poco iluminado—. En la fotografía final, al utilizar un gran angular, he conseguido reducir el tamaño del promontorio respecto al cañón de agua, así la composición ha quedado más equilibrada.

Pradera de flores y tormenta al atardecer sobre la cuenca del Manzanares, verano 2014

Ya se había puesto el sol y aún seguía lloviendo. La tormenta había estado descargando agua durante toda la tarde y las nubes ya empezaban a consumirse. Mientras la lluvia empapaba las colinas lejanas, los rayos del sol se colaban por el claro que se abría paso al oeste, iluminando las nubes con un suave color rosado.

Cuando aquella tarde llegué, ya sabía lo que quería fotografiar. Días antes vi una preciosa pradera de flores que había dejado descubierta la bajada del nivel del agua. Entonces pensé utilizarla como primer plano antes de que el agua bajase más y quedara completamente seca. Esperé paciente y volví días después, cuando aparecieron nubes que presagiaban una nueva tormenta.

Las nubes se forman cuando el aire caliente asciende y arrastra hacia arriba vapor de agua y partículas de la atmósfera —polvo y sales minerales en suspensión entre otras—. Al elevarse hacia capas más altas, el vapor de agua se enfría y se condensa, convirtiéndose en gotas y más tarde en cristales de hielo, haciendo visible la nube.

Hay muchos tipos de nubes, entre ellos, los cirrostratos, capaces de alterar la luz mostrando un precioso degradado de color en el cielo del amanecer o del atardecer. Las tormentas las provocan los cumulonimbos. Éstos aparecen tras un proceso originado en el cúmulo —la nube algodonosa—. Los cúmulos toman formas distintas hasta convertirse en cumulonimbos, aunque pueden quedarse en nada. Éste es el caso del cúmulo mediocris, un cúmulo pequeño, poco prometedor y que acaba disipándose. Por otra parte, el cúmulo puede evolucionar a congestus. Éste se vuelve serio y puede crecer hasta transformarse en un gran cumulonimbo. Si la corriente de aire caliente que formó la nube sigue alimentando al congestus con más vapor de agua, crecerá aún más, elevándose como una columna, y acabará convertido en un cumulonimbo incus —con forma de yunque—, descargando una tormenta con rayos y relámpagos. Si se unen varios cumulonimbos, pueden llegar a formar una célula convectiva, o incluso una bella y peligrosa supercélula convectiva, capaz de hacer que el cielo caiga sobre nuestras cabezas.

Como muchas tardes de verano, el sol había estado calentando la tierra durante todo el día, lo que acabó generando las corrientes de aire caliente que formaron aquellas nubes. Por fortuna, ese día los cumulonimbos se formaron más al oeste y la tormenta descargaba más lejos, permitiéndome fotografiar tranquilo y a salvo de los rayos que aún resonaban en el valle. Además, esa distancia evitó que el objetivo y los filtros acabasen cubiertos de gotas. Y aunque el cielo bajo mi cabeza estaba cubierto de nubes —algunos cúmulos muy desarrollados oscurecían el cielo más al este—, éstas no llegaron a descargar.

Lo que me gustó de aquella pradera y me llevó a elegirla como primer plano fue cómo se entrelazaban pinceladas blancas con verdes, y a su vez con amarillas y marrones. A pesar de tener claro el primer plano, la composición no fue sencilla. Cielo y tierra competían en una lucha de belleza con tal igualdad de condiciones que la decisión de dar protagonismo a uno o a otra fue difícil. Al final opté por dar más espacio al cielo y dejar tres franjas horizontales en la escena. Una banda inferior con el prado de flores. Una central con las montañas, el gran claro al oeste, los cúmulos aislados y la cortina de precipitaciones. Coronándolas, una franja superior teñida por la oscuridad del cumulonimbo responsable de la tormenta lejana. Para equilibrar el contraste de la escena bastó un filtro degradado inverso de tres pasos, ajustando así la luz a los límites del rango dinámico de la cámara.

Disparé varias veces y utilicé también un formato vertical. Cuando la luz cayó y el primer plano quedó demasiado oscuro, saqué de mi mochila un flash de mano para iluminar los metros más cercanos de la pradera, hasta que unos minutos más tarde la luz mágica desapareció.

Tormenta al atardecer sobre el cerro de San Pedro, Santillana, verano 2014

Como preludio del fin del verano, los rugidos de trombones y timbales resuenan en las tormentas de agosto anunciando que éste empieza a tocar fin. A media tarde las primeras nubes acuden a su particular aquelarre invocadas por las corrientes de aire caliente. Poco a poco irrumpen en el monótono cielo azul y realizan un conjuro hasta que a última hora de la tarde aparecen las grandes nubes de tormenta, tragándose la luz y descargando un aguacero intenso sobre las montañas. En su imparable ascenso, las nubes arrastran partículas hacia la atmósfera, dispersando las ondas de longitud más corta —violeta y azul— y transforman la luz del atardecer en un juego de color rojo y naranja mucho más intenso.

El día que por fin se presentó una de las primeras tormentas de la temporada conducía camino de mi eterno «lugar para reflexionar». Un inmenso rebaño de cúmulos pastaba en el cielo, guardando suficiente espacio entre ellos. Al fondo, un gran claro se abría paso en el horizonte de poniente. Durante el ocaso, éste permitiría a los rayos de sol atravesar los espacios entre las nubes, iluminándolas de un vivo color naranja, y más tarde de un suave color rosado.

No iba a ser tan fácil. Antes de llegar allí se formó un inmenso cumulonimbo —la gran nube de tormenta— y caía una lluvia intensa. El claro había desaparecido y todo era oscuridad. Aquello significaba que la luz se apagaría sin mostrar ningún espectáculo de color. Aun así, aparqué el coche y caminé hasta el agua, esperando que la tormenta se extinguiera antes de la puesta de sol y abriera de nuevo los claros. Al llegar a la orilla metí los pies buscando un punto de vista con el que incluir en primer plano las plantas acuáticas flotantes; como fondo utilizaría el llamativo triángulo del Cerro de San Pedro. Fue imposible hacer una sola fotografía bajo aquella lluvia. El objetivo y los filtros acababan salpicados de gotas, estropeando cualquier intento. La tormenta era cada vez más fuerte y los rayos empezaban a caer más cerca. Como es muy peligroso tener objetos metálicos en la mano y estar al lado de masas de agua cuando caen rayos, decidí dejarlo. Salí del agua y volví al coche.

El atardecer estaba perdido, pero no quise marcharme sin explorar nuevos rincones para otra ocasión. Mientras conducía hacia al oeste buscando esos rincones, la tormenta se calmó, transformándose en una fina lluvia, y surgió un claro de luz al este. Decidido a tomar al menos una fotografía, paré en un sitio conocido y caminé hasta llegar a un punto elevado desde el que podía ver el cerro elevándose sobre el agua. La luz se filtraba entre la ligera capa de nubes de aquel claro, mostrando un suave matiz anaranjado que se abría paso entre las cortinas de lluvia de las nubes oscuras. Haciendo malabares con un paraguas en una mano y utilizando la otra para hacer microajustes de la posición del trípode, conseguí colocar un filtro degradado neutro de dos pasos tras un filtro de densidad neutra de diez. Logré hacer esa fotografía de nubes de tormenta que amenazaban el aura de la gran pirámide. Fue la única fotografía de aquella tarde. No tuve oportunidad para nada más. La tormenta arreció y la luz desapareció.