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Imagen táctil o imagen visual

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Con esta curiosa fórmula explicaba Marcel Minnaert por qué el cielo es blanco en el horizonte y más azul en el zénit en un día despejado.

Minnaert fue un astrofísico belga, director del observatorio de Utrecht y reconocido como pionero en el estudio de la espectroscopia. Escribió varios libros sobre óptica, entre ellos, tres volúmenes sobre luz y color en la naturaleza que tituló «De Natuurkunde van ‘t Vrije Veld» (Luz y color en espacios abiertos), publicados poco antes de ser encerrado por los nazis en un campo de concentración hasta 1944.

En «De Natuurkunde van ‘t Vrije Veld», explica que, al ser mayor la capa de aire entre el horizonte y el observador que la capa de aire entre el observador y el zénit, la distancia atenúa las ondas violetas y azules de la luz que nos llega de esa parte del cielo. Esa atenuación contrarresta la dispersión y devuelve a la luz que vemos en el horizonte su color blanco.

 
 

Esta fotografía es un ejemplo de ello. Pero en realidad, cuando la hice, no estaba pensando en eso, sino en resolver el problema de profundidad de campo para mantener muy nítidas las plantas del primer plano y el fondo. Pensé en un «focus stacking» e hice tres fotografías variando el enfoque: la primera, enfocando al primer plano; la segunda, enfocando hacia la mitad de la banda de cantos rodados; la tercera, enfocando a los farallones protagonistas reales de la escena. Después decidí hacer una sola instantánea enfocando a la distancia hiperfocal. Al final me conformé con la instantánea y nunca llegué a montar la fotografía apilada, descartando aquellas tres fotografías inacabadas.

El dilema de elegir una u otra me hizo pensar en los dos métodos y porqué a veces buscamos una nitidez extrema en todos los planos de una fotografía. Me recordó a la diferencia entre imagen táctil e imagen visual que describía Wölfflin en su libro «Conceptos fundamentales de la historia del arte». El libro contiene un análisis detallado de los conceptos esenciales de la transición de la pintura del Renacimiento a la pintura del Barroco; entre esos conceptos, habla de lo lineal (Renacimiento) y lo pictórico (Barroco). Wölfflin distingue entre representación de las cosas «como son» (Renacimiento) y representación de las cosas «como parecen ser» (Barroco). Así, el estilo lineal buscaba representar las cosas como son y no como se ven; en palabras de Wölfflin: «con una precisión sentida plásticamente». En cambio, el estilo pictórico buscaba representar el mundo con la realidad con la que aparece ante los ojos. Eso significa que, como las diferentes partes de un cuadro son vistas desde un único punto y una misma distancia, la visión nítida es algo relativo: distintas cosas requieren diferentes proximidades oculares para verse igual de nítidas. Desde un único punto de vista e igual distancia no podemos ver con el mismo detalle todas las partes que aparecen en un cuadro. El Renacimiento buscaba representar las cosas con la nitidez con la que debían verse de forma individual, poniendo énfasis en lo plástico, en lo táctil; en cambio, el Barroco buscaba representar las cosas como se veían desde ese único punto: lo visual, «visión unitaria». Así lo describía Wölfflin: «Hobein, en sus retratos, persigue hasta en lo más nimio la forma de los encajes y de la orfebrería. Por el contrario, Frans Hals ha pintado alguna vez un cuello de encajes como si fuese un fulgor blanco nada más. No pretendía dar otra cosa que lo recogido por la mirada al pasar sobre el conjunto. Naturalmente, el fulgor ha de parecer tal, que nos convenza de que en definitiva tiene todos los detalles, y que sólo se debe a la distancia la apariencia imprecisa.»

En el caso de esta fotografía, desde donde estamos ¿podríamos ver con detalle la parte más lejana de la banda de cantos rodados sin acercarnos a ella? Desde la misma posición ¿debemos ver con igual nitidez las plantas y los farallones? Un tratamiento apilando diferentes instantáneas con diferente enfoque sería similar a pretender representar cada plano de forma aislada, con todos sus matices y detalles, buscando ese aspecto táctil de cada parte de la fotografía que buscaba el Renacimiento. En cambio, una única instantánea podría compararse al concepto de visión unitaria del Barroco.

Todo esto quizá demuestra que la Fotografía, igual que la Pintura, está sujeta a tendencias, gustos y modas vanguardistas y también reaccionarias.

Luz rasante lateral o luz suave y difusa

No todos los paisajes tienen que fotografiarse con luz suave y difusa. A veces, la luz rasante lateral puede ser una aliada perfecta para revelar volumen y resaltar texturas, como en la siguiente imagen. En ella, la luz nos muestra que la roca de la derecha en realidad son dos rocas superpuestas.

Textura en el cielo

Casi siempre buscamos un cielo cargado de nubes que modifique la luz del atardecer o amanecer y genere un color intenso y con fuerza. Pero no deja de ser un elemento compositivo más —textura— con el que buscar una intención concreta. A veces podemos utilizar un cielo despejado para transmitir serenidad y armonía.

Oleaje de poniente, amanecer de verano, Maro, 2015

Cuando era niño, pasaba horas y horas hojeando los tomos de una de las enciclopedias de historia del arte que mi madre acumulaba en las estanterías de una pequeña habitación. Nuestra casa familiar siempre estuvo inundada de libros de arte, donde la pintura ocupaba un hueco muy especial. Además de libros, había cuadros de ella colgando en todas las paredes y esculturas sobre pedestales en todos los rincones.

De aquellos libros de pintura, las que más me sorprendían eran las de Turner, que reflejaban asombrosamente mares revueltos bajo una luz anaranjada crepuscular. A ellas me recuerda esta fotografía del Mediterráneo en los acantilados de Maro una mañana de poniente.

Aquel día las olas rompían con fuerza y la espuma, al retroceder, parecía cabalgar entre los grandes cantos rodados de la playa. Incluir ese efecto del agua en primer plano era la clave de la composición, además de cuadrar el momento con una ola rompiendo en las rocas del plano medio.

No solo era necesario captar la textura ondulante de la espuma en primer plano; para transmitir la fuerza del mar, ésta debía tener todavía más presencia en el encuadre. Eso me obligó a desplegar el trípode para dejar la cámara en una posición tan baja que una ola se llevó el portafiltros y los dos filtros que estaba utilizando.

El cielo sin detalle, algo difuminado por el vapor que generaban las olas, no tenía mucho atractivo, por lo que sólo incluí una pequeña franja en el cuarto superior. En cambio, el brillo de la luz más intensa del sol de la mañana —alejada de la suavidad de la luz crepuscular— tuvo la ventaja de generar un atractivo velo óptico en la imagen. El velo redujo el contraste en los acantilados del fondo, añadiendo más profundidad a la escena.

Después de pasearse por los cantos rodados unas cuantas veces con el vaivén de las olas, el portafiltros apareció con los filtros en su sitio, aunque inservibles.

Corona radiada sobre Peñalara y luz de luna llena en primavera

¿Fotografiar la realidad es buscar la imagen que ven nuestros ojos en un determinado momento? La verdad es que fotografiar la realidad es algo ambiguo. Si quisiera reflejar la realidad del ojo, siempre utilizaría una distancia focal de 50mm, renunciando a encuadrar para aislar algo que no está aislado. Utilizaría una velocidad de exposición que dejase el obturador abierto sólo una fracción de segundo, evitando dejar el agua completamente en calma cuando no lo está, o captando las nubes con su volumen y forma vistas en un solo instante. Y utilizaría sólo una apertura lo suficientemente pequeña para captar nitidez en todos los planos.

Pero si utilizo una distancia focal concreta para encuadrar una escena. Si utilizo una velocidad de exposición lenta para captar el efecto del paso el tiempo. Si abro el diafragma para aislar un sujeto de un fondo. Si subo o bajo la temperatura de color para registrar la luz que quiero captar… Entonces no estoy fotografiando la realidad que ven mis propios ojos. Estoy fotografiando la realidad que me muestra la cámara, aquella que no puedo pero quiero ver.

Si sólo me gustase la realidad que me muestran mis ojos, cuando subo a la montaña, me quedaría inmóvil sin más. Permanecería totalmente quieto, contemplando la luz de un atardecer, de un amanecer, o de la luna llena creando sombras profundas en las rocas, aristas y contrafuertes con un cielo estrellado de fondo. Pero necesito ver como ve la cámara. Necesito que la cámara me muestre un mundo paralelo. Un mundo distinto al que ven mis ojos. Creo que ésta es la explicación de porqué me gusta fotografiar. Siento como si hubiese sido yo, y no Garry Winogrand, el que dijo: «Hago fotografías para ver cómo se ve el mundo en fotografías». Necesito atrapar un mundo invisible que sólo me puede mostrar la cámara, un «instante de un sueño» como escribía Richard Whelan sobre la fotografía en blanco y negro.

Ésta fotografía hecha una noche de luna llena puede ser un buen ejemplo de la diferencia entre ojo y cámara. Después de mucho tiempo sin salir a fotografiar a la montaña, subí a Peñalara una tarde de primavera. Esperaba que aún quedase nieve en las zonas menos expuestas al sol entre circos y corredores, pero sólo las cotas más altas conservaban algo de ella. Por el camino, las nubes iban y venían, amenazando con cerrarse y no dejar hueco al sol durante el atardecer.

Al llegar a un arroyo por el que desaguaba una laguna, me encontré una media luna que formaba la nieve en la orilla derecha. Aquella curva parecía tener un buen interés gráfico y me quedé intentando hacer algunas fotografías. Estuve un rato tratando de captar la escena con los reflejos en el agua suavizada por la lenta exposición, con el sol tocando la cima de los picos del fondo. Quería captar el sol como una estrella, pero el objetivo que llevaba no era bueno para ello y tuve que desistir.

Seguí caminando hasta la laguna más lejana, la laguna de los Pájaros, pasando antes por varias lagunas donde aún había nieve. Allí pasé el resto de la tarde intentando probar varias composiciones, pero las nubes se cerraron antes de la puesta de sol y el cielo perdió interés. Sólo después de ocultarse el sol y aparecer la luna llena, el cielo comenzó a abrirse y la luz azulada fría hizo ganar atractivo a la escena.

Ya había agotado todas las posibilidades que se me ocurrían cuando a los pocos minutos de iniciar el camino de vuelta llegué a esta otra laguna, la laguna de Claveles. Volví a una zona por la que había pasado en el camino de ida. Desde allí, la perspectiva cónica hacía que el risco montañoso del fondo fuese perdiendo altura según se alejaba por el borde izquierdo. Eso me recordó a las escenas de la playa de Cofete que alguna vez he visto en fotografías. Como el primer plano no tenía mucho interés, utilicé la diagonal que marcaba la nieve en la orilla de la laguna como base para la composición.

Las nubes se desplazaban y tapaban intermitentemente la luz de la luna, por lo que tuve que encuadrar haciendo un disparo de prueba al ISO máximo de mi cámara, 6400. De pronto comenzó a salir desde la cima un buen grupo de altocúmulos desplazándose en dirección hacia la cámara. La exposición lenta que configuré para el bajo nivel luminoso transformó los altocúmulos en estelas de nubes sobre los riscos, formando una corona radiada sobre la cima. La mezcla de luz de luna llena y la contaminación lumínica de las ciudades cercanas iluminaron con varios matices violetas y rosados las trazas de las nubes.

¿Dónde está el horizonte?

Shangri-La es el paraíso idílico escondido en el Himalaya que James Hilton describía en su novela «Horizontes perdidos». Aislado del mundo exterior, sus habitantes no envejecían ni morían. La novela relata cómo el cónsul británico y otros tres extranjeros huyen en avión de la revuelta contra el Raj en Baskul (Afganistán). Durante el vuelo sufren una avería y acaban realizando un aterrizaje forzoso en una meseta junto a la gran montaña azul, el Karakal. Cuando creían que todo estaba perdido, son rescatados por los ciudadanos de Shangri-La y conducidos a su monasterio en el valle de la luna azul.

El título de la novela podría haber inspirado perfectamente a Lynch y Livingston en el capítulo de su libro «Color and Light in Nature» en el que explican los efectos visuales de la luz reflejada en el agua. En ese capítulo escribieron: «Have you ever seen a boat floating in the sky? It seems to hang somewhere between sea and sky. But where is the horizon?». Eso me preguntaba aquel amanecer de verano cuando hice esta fotografía en la que el horizonte había desaparecido.

Aquella mañana el viento apenas soplaba y el mar estaba en calma. El sol ya había salido, levantando una ligera bruma en el horizonte. Ésta reflejaba la luz con mucha intensidad sobre el agua, convirtiendo la escena en una fantasía.

Pasó un buen rato hasta que fui consciente del triángulo que formaba el barco con esas dos rocas, una forma estupenda para articular la composición. Los barcos suelen fondear por la noche en esta bahía para protegerse del oleaje (supongo que eso hace que uno duerma más tranquilo sin estar siendo movido constantemente por el golpeteo de las olas). Afortunadamente, esa mañana sólo había un barco. La presencia de más barcos habría abarrotado la composición y estropeado el encanto de la escena.

Utilicé un filtro neutro de diez pasos para suavizar el agua. Y además de éste, para compensar la luz más intensa del cielo y del agua del horizonte con la luz que llegaba a las rocas y el agua en primer plano, coloqué un filtro degradado suave de tres pasos, calándolo por debajo del horizonte. La marca de filtros degradados que utilizaba entonces no daba buenos resultados, y la combinación de ambos dejó en la fotografía una ligera dominante magenta que luego tuve que corregir desaturando ese matiz.

Lo especial de la escena es que el horizonte apenas es visible y el barco parece estar flotando en el aire, pero, ¿qué provoca ese efecto? Según explican Lynch y Livingstone, el horizonte es una frontera entre dos fuentes de luz: el cielo y el mar. Para ver esa frontera, es necesario que las dos zonas tengan diferente color, brillo o ambos. Si no hay diferencia entre las dos, no será visible su frontera y, por tanto, no veremos el horizonte. Esto suele pasar cuando el agua está en calma. La luz del cielo se refleja en el agua cerca del horizonte con un ángulo de 90 grados y, con ese ángulo, refleja el 100% de luz. Eso elimina el contraste entre ambas zonas, haciendo desaparecer el horizonte. Además, desmitifica la creencia de algunos fotógrafos que piensan que un reflejo nunca puede tener la misma luminosidad que el cielo.

¿Es posible aún la originalidad en fotografía?

Eso me preguntaba cuando revelé esta fotografía de un paisaje minimalista de la Sierra de Guadarrama aislada por nubes bajas. Ver tantas veces una escena fotografiada por muchos otros ha hecho que, en alguna ocasión, pierda por completo el interés en hacer algo similar. Incluso he llegado a imaginar una escena tantas veces antes de fotografiarla, y se ha vuelto tan repetitiva dentro de mi cabeza, que he dejado de buscarla y no he llegado a fotografiarla.

Volviendo a la pregunta, ¿existe aún la originalidad en fotografía? En principio, puede parecer que no. En Double take, Richard Whelan escribió: «si uno busca lo suficiente, podrá encontrar probablemente un doble —respecto a sujeto, composición o ambos— de cada fotografía hecha a lo largo de la historia». Si partimos de esa reflexión, podríamos llegar a la conclusión de que ya no existe la originalidad en fotografía, y que tampoco es posible. Pero, ¿qué es originalidad?

Partiendo de la idea perfilada por Susan Sontag, podríamos seguir las consignas de Whitman, y además, suponer que originalidad se limita a encontrar un sujeto nuevo. Así, tratando de encontrar esa originalidad, nos lanzaríamos, como los fotógrafos en los años veinte del siglo pasado, a una búsqueda desesperada de cualquier sujeto —bello o feo— que no haya sido fotografiado antes. Parece que el sentido de ésta no va por ese camino.

Las dudas sobre la originalidad no han sido exclusivas de la fotografía, tampoco su definición. Mucho antes, esas dudas existieron en otros medios, como en literatura. Antonie Albalat fue un escritor y crítico literario francés que escribió en 1901 un libro titulado «La Formation du Style par l’Assimilation des Auteurs» (La formación del estilo por la asimilación de los autores). En ese libro definió la originalidad de esta manera: «La originalidad radica en la nueva forma de expresar las cosas ya dichas». Su definición no está muy lejos de la que Whelan daba respecto a fotografía: «Una muestra segura de genialidad es el talento para dar una nueva vida a sujetos que todos los demás pensaban que estaban agotados. Es, de hecho, esta chispa revitalizadora lo que buscamos más habitualmente cuando miramos al arte. Hacer algo con pasión cuenta más que simplemente hacerlo antes». Es decir, la originalidad no es hacer algo el primero, la originalidad es una nueva forma de expresarse; en fotografía, dar una nueva visión de algo que ya ha sido fotografiado antes.

Podemos entender la originalidad por ser los primeros que fotografiamos algo, o podemos entenderla como una nueva forma de fotografiar algo que ya ha sido fotografiado antes. En cualquier caso, no creo que podamos, o queramos, ser originales en toda fotografía que hacemos. Entonces, si no podemos ser siempre originales, ¿estamos constantemente copiando de forma consciente o inconsciente?, ¿son nuestras fotografías un calco de una fotografía que ya existe?

Heinrich Wölfflin comenzaba su libro «Conceptos fundamentales de la historia del arte» escribiendo: «En sus memorias, Ludwig Richter narró que, cuando era joven, se hallaba en Tivoli junto a tres compañeros pintando un detalle del paisaje, y cómo decidieron no desviarse ni un ápice de la naturaleza. Y aunque el modelo era el mismo, y todos habían registrado con talento lo que sus ojos habían visto, los cuatro cuadros resultaron ser muy diferentes. Tan diferentes entre sí como las personalidades de los cuatro pintores. De lo que el relator concluyó que no existía una visión objetiva, que la forma y el color siempre son diferentes dependiendo del temperamento». Si aplicamos ese razonamiento a la fotografía, llegaremos a la conclusión de que dos fotografías también pueden ser muy distintas entre sí.

Relacionado con la reflexión de Wölfflin, Whelan dijo: «Mucha gente cree que si un fotógrafo experimentado y un recién iniciado estuviesen fotografiando uno junto a otro, ambos registrarían probablemente los mismos detalles de la escena que hay ante ellos con el mismo grado de precisión realista. Probablemente no habría duda de la diferencia extrema que existiría si un gran pintor y un aprendiz trabajasen codo con codo. La cámara parece ser, en ciertos aspectos, un nivelador y neutralizador artístico. ¿Hasta qué punto, entonces, tenemos razón cuando hablamos de estilo diferenciador que unifica la obra completa de un fotógrafo? […] Para percibir esa lógica de forma completa [lógica y coherencia que conserva la obra de un fotógrafo como la que conserva la obra de otro artista que se exprese en otro medio], uno debe ser capaz de mirar las fotografías de forma abstracta, en términos de sus cualidades puramente formales, así como literalmente, en términos de la identidad de sus sujetos. Si uno mira las fotografías como si no fuesen nada más que registros literales de la apariencia de sus sujetos, las cualidades formales que unifican toda la obra de un fotógrafo nunca serán evidentes, y todas las fotografías de un mismo sujeto —incluso siendo hechas por fotógrafos con estilos muy diferentes— serán siempre más similares que distintas». De ambos se deduce que el hecho de no tratar de ser originales no necesariamente conduce a crear obras que sean copias idénticas.

Por otra parte, según Whelan, el fotógrafo también puede tratar de copiar y hacerlo con varias intenciones. La primera, mejorar la fotografía de algún predecesor, lo que puede llevarle a crear una transformación inspiradora o a mostrar un manierismo forzado. Escribió Albalat a ese respecto: «En algunos autores, por más que acumulen los detalles y embellezcan sus frases, no se ve nada, se leen palabras, pero sin la menor emoción». La segunda, hacer alusión con inteligencia a la obra previa. La última, siendo consciente de la imagen previa del sujeto, duplicar la fotografía que ya existe, como homenaje a un gran fotógrafo o para tratar de aprender y desarrollar posteriormente su propia visión. Sobre la copia y la imitación, Albalat dijo: «Saber imitar es aprender a no imitar, porque es acostumbrarse a reconocer la imitación y a prescindir de ella más adelante».

Además de esas tres intenciones, para Whelan existe un factor más que influye en la originalidad: «Un fotógrafo puede quedar impresionado por una imagen y entonces, después de un tiempo, olvidar que la ha visto. La imagen, en cambio, permanece en su subconsciente, así que podría influir eventualmente en la elección y tratamiento del tema (y del sujeto) —sin ser consciente de la influencia». Del mismo modo que el subconsciente condiciona la originalidad al retener la imagen previa, también puede ayudar a diferenciar la fotografía de un autor respecto a la de otro. Toda fotografía es objetiva y subjetiva. Nuestra mente consciente determina lo que encuadramos y cómo lo encuadramos, pero nuestro subconsciente hace que tomemos muchas decisiones de las que no somos conscientes. Por tanto, incluso con la intención consciente de repetir o copiar, nuestro subconsciente puede marcar la diferencia entre la fotografía que hemos tomado y la fotografía que tratábamos de repetir. La personalidad del fotógrafo, su cultura, su inteligencia, su imaginación y su espíritu, se reflejarán inconscientemente en su fotografía. Sobre esto, decía Albalat : «Es tan completa la unión entre el carácter y el estilo de una persona, que por eso ha podido decirse con razón esta verdad: el estilo es el hombre».

Por último, además de las influencias del subconsciente, el concepto de sincronicidad también puede marcar la diferencia entre dos fotografías. Una fotografía revela una estructura impredecible que proviene de la interacción simultánea de tres elementos. Primero: el sujeto tal cual existe por sí mismo en el instante en el que se toma la fotografía. Segundo: el sujeto tal y como lo percibió el fotógrafo en ese instante. Tercero: el sujeto tal y como la cámara lo registró. Esa estructura, bien aprovechada, hará que la fotografía sea única.

Fotografía en blanco y negro: la llave que abre la puerta a nuestro subconsciente

Cuando fotografiaban un amanecer o un atardecer, ¿se lamentarían Weston, Adams o sus precursores al no poder registrar con su cámara el color tan asombroso que debían estar contemplando sus ojos? Imagino que podría haber sido así hasta que la fotografía en color —y en especial la copia en papel— fue posible en la práctica. Sin embargo, sospecho que, al seguir utilizando el blanco y negro, aquellos que sobrevivieron a esa etapa no pensaban de tal forma.

La fotografía en blanco y negro posee, sin duda, una cualidad especial; algo que ha permitido a ese medio perdurar. Posiblemente aquellos fotógrafos que siguieron fotografiando en blanco y negro pensaban algo similar a la explicación dada por Richard Whelan en «Double Take». Es un libro que ya no se edita, pero que merece la pena leer. En él, Whelan establece una relación interesante entre fotografía en blanco y negro y visión subconsciente.

Según explica en el libro, la visión humana consciente es muy selectiva. Rechaza lo ambiguo o incongruente y sólo capta lo importante; más bien, lo que queremos ver. En cambio, la visión subconsciente se traga lo que hay delante de nuestros ojos directamente, sin filtrar. Si sustituimos visión por cámara, comprenderemos que la fotografía es como el subconsciente: registra imágenes vívidas intactas, con detalles que no han pasado por el filtro de la visión consciente.

Cuando creamos una fotografía, componemos y enmarcamos algo que nos gusta, algo que vemos conscientemente. Sin embargo, muchas de las decisiones que tomamos al crear la fotografía vienen condicionadas por lo que nuestra visión subconsciente puede captar y que nuestra visión consciente no es capaz de percibir. Por tanto, lo más sorprendente de la fotografía es que se trata de un acceso directo a la imagen que ha grabado nuestro subconsciente.

Al ver una fotografía en color creada por nosotros, es muy probable que nuestra visión consciente vuelva a rechazar aquello que no le interesa. En cambio, el poder de la fotografía en blanco y negro reside en su capacidad de librarse de nuestra visión consciente. Sus características harán que muchos detalles de la imagen que nuestra visión consciente filtraría, no sean filtrados. Por ello, la fotografía en blanco y negro nos dará acceso a una visión del mundo que se escapa frecuentemente a la visión consciente. Esas imágenes se parecerán más a una instantánea de un sueño.

Con un propósito inicial esencialmente técnico, el virado era —y lo es todavía, aunque sólo conserva sentido parte de su objetivo histórico—un proceso utilizado para preservar una copia fotográfica a lo largo del tiempo. Su ventaja: la copia virada era más resistente a la luz que las copias en blanco y negro. Más tarde, se transformó en un medio empleado con un fin estético. Es así como el virado, que comparte genética con el blanco y negro, se convierte en un atajo más que evita la mente consciente.

Citando a Whelan, «el fotógrafo que usa película en blanco y negro parte con una ventaja: su medio proporciona un acceso más directo al subconsciente, con insinuaciones surrealistas y emociones reprimidas, lo que es una función esencial del arte».

Más allá de la explicación del autor, no sólo el blanco y negro —y su primo hermano, el virado— tienen exclusividad en esa ventaja. La fotografía en color también puede representar ese papel y penetrar la barrera de la mente consciente, aspirando de la misma forma a ser una instantánea de un sueño.

Aunque no lo parezca, esta fotografía no es un virado-cianotipo ni una copia en blanco y negro. Es una copia en color de un paisaje nevado cubierto por la niebla, una escena al atardecer en el valle de la Barranca, disparada con una temperatura de color de día (5000K). La luz tenue y dispersa reduce el color a una paleta casi monocromática, convirtiendo la fotografía en una muestra de que no sólo el medio es capaz de crear sueños y fantasías, la luz también puede hacerlo.

Me gusta fotografiar, así que necesito ir al gimnasio

¿Tiene algo que ver la fotografía con estar en forma? Parece extraña esa relación, pero no me he vuelto loco al poner el título a este artículo, sino más bien a la hora de explicarlo.

Aún recuerdo aquellas tardes de clase de inteligencia artificial en la universidad hace muchos años oyendo frases como «Pedro gusta María», «María gusta Juan». El sufrido profesor nos explicaba con tan peculiares ejemplos cómo un sistema experto podía aprender y obtener conclusiones simples a través de reglas de inferencia. El sistema experto obtenía esas conclusiones aplicando las reglas a hechos que se presentaban como ciertos. A veces las conclusiones podían parecer insólitas y equivocadas. En este caso, no tanto.

Pensaba en ello hace tiempo, cuando estaba entrenando en el gimnasio. ¿Tiene que ver una cosa con la otra? La conclusión a la que ha llegado mi extraño motor de inferencia es el título de este artículo.

¿De dónde viene una conclusión tan singular? Por el cariño que guardo a aquellas tardes, voy a explicarlo mediante un conjunto desordenado de reglas de inferencia:

 

  • Si me gusta hacer fotografías de paisaje, me gusta fotografiar
  • Si me gusta ir a la montaña, tengo que entrenar
  • Si tengo que entrenar, tengo que ir al gimnasio
  • Si me gusta la fotografía y me gusta la montaña, me gusta fotografiar la montaña
  • Fotografiar montañas es fotografiar paisajes

 

Los hechos ciertos —las premisas— son (orden no casual, surgió así):

  1. Me gusta la fotografía de paisaje
  2. Me gusta la montaña

Así que mi motor de inferencia no tardó en llegar a las siguientes conclusiones:

  1. Como me gusta la fotografía de paisaje y me gusta la montaña, me gusta fotografiar paisajes de montaña.
  2. Como me gusta ir la montaña, necesito entrenar.
  3. Como necesito entrenar, tengo que ir al gimnasio.
  4. Como me gusta fotografiar paisajes de montaña, me gusta fotografiar.
  5. Conclusión final: Como me gusta fotografiar, tengo que ir al gimnasio.

Extraño, pero cierto. Andorrear por las montañas cargando una mochila con 20 kilos de peso, unos cuantos debidos al material de fotografía, requiere perder unas cuantas horas a la semana en un aburrido gimnasio. Todo sea por la fotografía.

Llegar a esa conclusión no fue en realidad tan complicado. Soñaba con ir a fotografiar a lugares que al principio me parecían inalcanzables. Al final lo logré (muy especial para mí el circo glaciar de Río Seco en época invernal).

Aun así, parece que todas esas horas de aburrimiento no son suficientes. Esto me preguntaba un día de invierno, cuando estaba subido en esa roca después de un trekking fallido de dos días al Puntal de Vacares en Sierra Nevada: «¿necesito perder más horas en el gimnasio para poder hacer cosas como ésa?». La realidad es que sí, o al menos mejor planteadas [ahora creo que lo estoy viendo: los fotógrafos necesitamos un «Planifica tus pedaladas» adaptado a nuestro mundo para subir a fotografiar a la montaña; a pie, eso sí].

La ruta a Vacares resultó ser demasiado ambiciosa para una mochila tan pesada, para mi nivel de forma y para el malísimo estado de la nieve. Mi compañero de penas era Fran Moreno, un apasionado de la fotografía de montaña como yo. Él también tenía alguna molestia que le impedía estar completamente activo; por tanto, después de recorrer un trecho, no fue difícil decidir cambiar de planes y hacer algo más sencillo. Más fácil aún porque al llegar al punto inicial nos había gustado mucho la vista de las nortes, y fue lo que acabamos fotografiando las dos noches. Recuerdo que al llegar, Fran no paraba de repetir: «la foto está aquí Antonio, la foto está aquí».

El trekking lo planificamos con más ganas fotográficas que realidad física: nieve mala para progresar, demasiado desnivel a remontar con esa carga a cuestas, muchos kilómetros por recorrer… Nuestra intención era fotografiar las caras norte de los grandes picos de Sierra Nevada y el amanecer hacia oriente desde Vacares. No pudo ser. Aquella batalla la acabamos perdiendo cuando la moral decidió que no era el día de ganar. Nuestro enemigo —el nivel de dificultad de la ruta— era fuerte, y éste se hizo más fuerte aliándose con el insoportable lastre de la mochila y del equipo fotográfico. Pero lo peor de todo fue la falta de moral que nos provocó el tiempo de aquella tarde. Esos días el cielo estaba dominado con tiranía por un implacable anticiclón. Estoy seguro de que la expectativa de un cielo cargado de nubes que filtrara los rayos de sol, creando un buen espectáculo de luz, nos habría dado una inyección de moral para completar la ruta. Pero no fue así.

Al llegar por la tarde al refugio de Peña Partida vimos que era casi imposible subir con ese peso hasta el Puntal de los Cuartos y acampar arriba aquella noche. Decidimos dormir en el refugio, dejar la mayor parte de trastos y desandar casi todos nuestros pasos para fotografiar las nortes lo más cerca del punto de partida. El camino inverso lo hicimos muy rápido, pero la luz del crepúsculo estaba llegando y no teníamos ningún encuadre definitivo previsto.

Casi un centenar de metros antes de llegar, me paré al ver esta pequeña vaguada cubierta de nieve. Mientras Fran avanzaba, yo me quedé el resto del atardecer fotografiando las líneas divergentes blancas sobre las que descansaba Sierra Arana. Me gustó la gran V blanca contrastada contra el fondo oscuro y las capas que perdían contraste según se alejaban, dando profundidad a la escena. El color naranja intenso del atardecer, como sólo se contempla desde las alturas, terminaba de proporcionar interés a la fotografía. Utilicé un filtro degradado neutro de 3 pasos, pero no era suficiente. El contraste lumínico era complicado porque la luz no se distribuía de forma homogénea en toda la parte superior: una de las esquinas —donde se estaba ocultando el sol— tenía una luz muy fuerte, la otra no. Para evitar que una esquina se quemara o la otra quedara muy oscura, tuve que utilizar mi dedo cubierto por el guante negro que llevaba puesto y ocultar la zona de mayor iluminación arriba a la izquierda. Como la exposición requería una velocidad lenta, tuve tiempo de poner el dedo delante del objetivo en esa parte, moverlo hacia arriba y hacia abajo, y quitarlo un poco antes para evitar dejar una marca visible.

Al día siguiente no nos vimos capaces de hacer la ruta y confirmamos el cambio de planes. Avanzamos unos kilómetros, desviándonos hasta los Lavaderos de la Reina. Lo que nos encontramos nos decepcionó, pocos elementos de interés, todo cubierto de nieve sin nada llamativo (otra historia llegará cuando comience el deshielo en ese lugar).

Volvimos al punto de partida de la ruta para finalizar allí el trekking. Recuerdo que la caminata se hizo todavía más larga por la pequeña desilusión. A ésta se sumada a la incertidumbre de si la segunda noche lograríamos fotografiar algo interesante, en especial porque el anticiclón seguía reinando con despotismo sobre el cielo.

La espera al atardecer nos permitió estudiar composiciones más tranquilamente. Y como sobraba tiempo, nos dispersamos buscando ideas diferentes. Yo me subí a esta roca y me tumbé para fotografiar la puesta de sol incidiendo sobre los picos. Como el cielo era muy luminoso, utilicé un filtro degradado de 2 pasos. Para posar en la escena usé el disparador remoto de mi cámara, que dispone de un retardo muy útil de dos segundos, lo justo para esconder la mano antes del disparo.

Ya de noche fotografiamos las nortes de los grandes por última vez.