Cuando era niño, pasaba horas y horas hojeando los tomos de una de las enciclopedias de historia del arte que mi madre acumulaba en las estanterías de una pequeña habitación. Nuestra casa familiar siempre estuvo inundada de libros de arte, donde la pintura ocupaba un hueco muy especial. Además de libros, había cuadros de ella colgando en todas las paredes y esculturas sobre pedestales en todos los rincones.
De aquellos libros de pintura, las que más me sorprendían eran las de Turner, que reflejaban asombrosamente mares revueltos bajo una luz anaranjada crepuscular. A ellas me recuerda esta fotografía del Mediterráneo en los acantilados de Maro una mañana de poniente.
Aquel día las olas rompían con fuerza y la espuma, al retroceder, parecía cabalgar entre los grandes cantos rodados de la playa. Incluir ese efecto del agua en primer plano era la clave de la composición, además de cuadrar el momento con una ola rompiendo en las rocas del plano medio.
No solo era necesario captar la textura ondulante de la espuma en primer plano; para transmitir la fuerza del mar, ésta debía tener todavía más presencia en el encuadre. Eso me obligó a desplegar el trípode para dejar la cámara en una posición tan baja que una ola se llevó el portafiltros y los dos filtros que estaba utilizando.
El cielo sin detalle, algo difuminado por el vapor que generaban las olas, no tenía mucho atractivo, por lo que sólo incluí una pequeña franja en el cuarto superior. En cambio, el brillo de la luz más intensa del sol de la mañana —alejada de la suavidad de la luz crepuscular— tuvo la ventaja de generar un atractivo velo óptico en la imagen. El velo redujo el contraste en los acantilados del fondo, añadiendo más profundidad a la escena.
Después de pasearse por los cantos rodados unas cuantas veces con el vaivén de las olas, el portafiltros apareció con los filtros en su sitio, aunque inservibles.