Cegado por la luz intensa al salir de un túnel. Así me siento cuando llego a un lugar al que voy por primera vez. Me cuesta centrar la mirada.
Del mismo modo que la pupila necesita un tiempo de reacción para adaptarse al cambio de luz, mi modesto ojo fotográfico necesita un tiempo de adaptación hasta empezar a ver algo atractivo, una escena con una estructura visual ordenada, empezando poco a poco a identificar elementos y relaciones entre ellos.
Para empeorar las cosas, si llego pronto, cuando falta uno de los dos ingredientes de la fotografía —la luz—, me cuesta ver aún más. Estoy seguro de que muchas veces no sé identificar una buena composición por la falta de ese otro ingrediente. Es como si no pudiese ver el enigma que esconde el puzzle porque me falta una de las dos piezas de la fotografía.
Así me sentí al llegar a ese lugar de Cabo de Gata. Cuando estudié este sitio tenía claro que quería combinar en primer plano la duna fósil con los domos volcánicos —los Frailes— como fondo. Dos signos del paso del tiempo con tonos opuestos.
Parecía imposible conectar ambos elementos (duna y cerros); sólo encontraba escenas con dos planos totalmente aislados, sin relación entre ellos. Encontrar un flujo visual en el primer plano era complicado. Demasiado caos en los estratos de la duna y ningún tipo de orden. Además, desplazarme mucho hacia la vecina playa del embarcadero —para buscar un primer plano mejor— cambiaba el punto de vista de tal forma que el Fraile Chico ocultaba al Fraile Grande y el fondo perdía contenido.
Después de dar muchas vueltas a la playa encontré esta grieta. La utilicé como vector para guiar la mirada hacia el fondo. Pensé que era un buen complemento a un volcán: una línea sinuosa que me recordaba a un antiguo río de lava fluyendo desde éste. Aunque no fue el mejor, el cielo ayudó a potenciar la escena volcánica: las nubes simulaban el humo y ceniza de una erupción y el rojo evocaba al magma ardiendo.