Como preludio del fin del verano, los rugidos de trombones y timbales resuenan en las tormentas de agosto anunciando que éste empieza a tocar fin. A media tarde las primeras nubes acuden a su particular aquelarre invocadas por las corrientes de aire caliente. Poco a poco irrumpen en el monótono cielo azul y realizan un conjuro hasta que a última hora de la tarde aparecen las grandes nubes de tormenta, tragándose la luz y descargando un aguacero intenso sobre las montañas. En su imparable ascenso, las nubes arrastran partículas hacia la atmósfera, dispersando las ondas de longitud más corta —violeta y azul— y transforman la luz del atardecer en un juego de color rojo y naranja mucho más intenso.
El día que por fin se presentó una de las primeras tormentas de la temporada conducía camino de mi eterno «lugar para reflexionar». Un inmenso rebaño de cúmulos pastaba en el cielo, guardando suficiente espacio entre ellos. Al fondo, un gran claro se abría paso en el horizonte de poniente. Durante el ocaso, éste permitiría a los rayos de sol atravesar los espacios entre las nubes, iluminándolas de un vivo color naranja, y más tarde de un suave color rosado.
No iba a ser tan fácil. Antes de llegar allí se formó un inmenso cumulonimbo —la gran nube de tormenta— y caía una lluvia intensa. El claro había desaparecido y todo era oscuridad. Aquello significaba que la luz se apagaría sin mostrar ningún espectáculo de color. Aun así, aparqué el coche y caminé hasta el agua, esperando que la tormenta se extinguiera antes de la puesta de sol y abriera de nuevo los claros. Al llegar a la orilla metí los pies buscando un punto de vista con el que incluir en primer plano las plantas acuáticas flotantes; como fondo utilizaría el llamativo triángulo del Cerro de San Pedro. Fue imposible hacer una sola fotografía bajo aquella lluvia. El objetivo y los filtros acababan salpicados de gotas, estropeando cualquier intento. La tormenta era cada vez más fuerte y los rayos empezaban a caer más cerca. Como es muy peligroso tener objetos metálicos en la mano y estar al lado de masas de agua cuando caen rayos, decidí dejarlo. Salí del agua y volví al coche.
El atardecer estaba perdido, pero no quise marcharme sin explorar nuevos rincones para otra ocasión. Mientras conducía hacia al oeste buscando esos rincones, la tormenta se calmó, transformándose en una fina lluvia, y surgió un claro de luz al este. Decidido a tomar al menos una fotografía, paré en un sitio conocido y caminé hasta llegar a un punto elevado desde el que podía ver el cerro elevándose sobre el agua. La luz se filtraba entre la ligera capa de nubes de aquel claro, mostrando un suave matiz anaranjado que se abría paso entre las cortinas de lluvia de las nubes oscuras. Haciendo malabares con un paraguas en una mano y utilizando la otra para hacer microajustes de la posición del trípode, conseguí colocar un filtro degradado neutro de dos pasos tras un filtro de densidad neutra de diez. Logré hacer esa fotografía de nubes de tormenta que amenazaban el aura de la gran pirámide. Fue la única fotografía de aquella tarde. No tuve oportunidad para nada más. La tormenta arreció y la luz desapareció.