Mes: septiembre 2014

Pradera de flores y tormenta al atardecer sobre la cuenca del Manzanares, verano 2014

Ya se había puesto el sol y aún seguía lloviendo. La tormenta había estado descargando agua durante toda la tarde y las nubes ya empezaban a consumirse. Mientras la lluvia empapaba las colinas lejanas, los rayos del sol se colaban por el claro que se abría paso al oeste, iluminando las nubes con un suave color rosado.

Cuando aquella tarde llegué, ya sabía lo que quería fotografiar. Días antes vi una preciosa pradera de flores que había dejado descubierta la bajada del nivel del agua. Entonces pensé utilizarla como primer plano antes de que el agua bajase más y quedara completamente seca. Esperé paciente y volví días después, cuando aparecieron nubes que presagiaban una nueva tormenta.

Las nubes se forman cuando el aire caliente asciende y arrastra hacia arriba vapor de agua y partículas de la atmósfera —polvo y sales minerales en suspensión entre otras—. Al elevarse hacia capas más altas, el vapor de agua se enfría y se condensa, convirtiéndose en gotas y más tarde en cristales de hielo, haciendo visible la nube.

Hay muchos tipos de nubes, entre ellos, los cirrostratos, capaces de alterar la luz mostrando un precioso degradado de color en el cielo del amanecer o del atardecer. Las tormentas las provocan los cumulonimbos. Éstos aparecen tras un proceso originado en el cúmulo —la nube algodonosa—. Los cúmulos toman formas distintas hasta convertirse en cumulonimbos, aunque pueden quedarse en nada. Éste es el caso del cúmulo mediocris, un cúmulo pequeño, poco prometedor y que acaba disipándose. Por otra parte, el cúmulo puede evolucionar a congestus. Éste se vuelve serio y puede crecer hasta transformarse en un gran cumulonimbo. Si la corriente de aire caliente que formó la nube sigue alimentando al congestus con más vapor de agua, crecerá aún más, elevándose como una columna, y acabará convertido en un cumulonimbo incus —con forma de yunque—, descargando una tormenta con rayos y relámpagos. Si se unen varios cumulonimbos, pueden llegar a formar una célula convectiva, o incluso una bella y peligrosa supercélula convectiva, capaz de hacer que el cielo caiga sobre nuestras cabezas.

Como muchas tardes de verano, el sol había estado calentando la tierra durante todo el día, lo que acabó generando las corrientes de aire caliente que formaron aquellas nubes. Por fortuna, ese día los cumulonimbos se formaron más al oeste y la tormenta descargaba más lejos, permitiéndome fotografiar tranquilo y a salvo de los rayos que aún resonaban en el valle. Además, esa distancia evitó que el objetivo y los filtros acabasen cubiertos de gotas. Y aunque el cielo bajo mi cabeza estaba cubierto de nubes —algunos cúmulos muy desarrollados oscurecían el cielo más al este—, éstas no llegaron a descargar.

Lo que me gustó de aquella pradera y me llevó a elegirla como primer plano fue cómo se entrelazaban pinceladas blancas con verdes, y a su vez con amarillas y marrones. A pesar de tener claro el primer plano, la composición no fue sencilla. Cielo y tierra competían en una lucha de belleza con tal igualdad de condiciones que la decisión de dar protagonismo a uno o a otra fue difícil. Al final opté por dar más espacio al cielo y dejar tres franjas horizontales en la escena. Una banda inferior con el prado de flores. Una central con las montañas, el gran claro al oeste, los cúmulos aislados y la cortina de precipitaciones. Coronándolas, una franja superior teñida por la oscuridad del cumulonimbo responsable de la tormenta lejana. Para equilibrar el contraste de la escena bastó un filtro degradado inverso de tres pasos, ajustando así la luz a los límites del rango dinámico de la cámara.

Disparé varias veces y utilicé también un formato vertical. Cuando la luz cayó y el primer plano quedó demasiado oscuro, saqué de mi mochila un flash de mano para iluminar los metros más cercanos de la pradera, hasta que unos minutos más tarde la luz mágica desapareció.

Tormenta al atardecer sobre el cerro de San Pedro, Santillana, verano 2014

Como preludio del fin del verano, los rugidos de trombones y timbales resuenan en las tormentas de agosto anunciando que éste empieza a tocar fin. A media tarde las primeras nubes acuden a su particular aquelarre invocadas por las corrientes de aire caliente. Poco a poco irrumpen en el monótono cielo azul y realizan un conjuro hasta que a última hora de la tarde aparecen las grandes nubes de tormenta, tragándose la luz y descargando un aguacero intenso sobre las montañas. En su imparable ascenso, las nubes arrastran partículas hacia la atmósfera, dispersando las ondas de longitud más corta —violeta y azul— y transforman la luz del atardecer en un juego de color rojo y naranja mucho más intenso.

El día que por fin se presentó una de las primeras tormentas de la temporada conducía camino de mi eterno «lugar para reflexionar». Un inmenso rebaño de cúmulos pastaba en el cielo, guardando suficiente espacio entre ellos. Al fondo, un gran claro se abría paso en el horizonte de poniente. Durante el ocaso, éste permitiría a los rayos de sol atravesar los espacios entre las nubes, iluminándolas de un vivo color naranja, y más tarde de un suave color rosado.

No iba a ser tan fácil. Antes de llegar allí se formó un inmenso cumulonimbo —la gran nube de tormenta— y caía una lluvia intensa. El claro había desaparecido y todo era oscuridad. Aquello significaba que la luz se apagaría sin mostrar ningún espectáculo de color. Aun así, aparqué el coche y caminé hasta el agua, esperando que la tormenta se extinguiera antes de la puesta de sol y abriera de nuevo los claros. Al llegar a la orilla metí los pies buscando un punto de vista con el que incluir en primer plano las plantas acuáticas flotantes; como fondo utilizaría el llamativo triángulo del Cerro de San Pedro. Fue imposible hacer una sola fotografía bajo aquella lluvia. El objetivo y los filtros acababan salpicados de gotas, estropeando cualquier intento. La tormenta era cada vez más fuerte y los rayos empezaban a caer más cerca. Como es muy peligroso tener objetos metálicos en la mano y estar al lado de masas de agua cuando caen rayos, decidí dejarlo. Salí del agua y volví al coche.

El atardecer estaba perdido, pero no quise marcharme sin explorar nuevos rincones para otra ocasión. Mientras conducía hacia al oeste buscando esos rincones, la tormenta se calmó, transformándose en una fina lluvia, y surgió un claro de luz al este. Decidido a tomar al menos una fotografía, paré en un sitio conocido y caminé hasta llegar a un punto elevado desde el que podía ver el cerro elevándose sobre el agua. La luz se filtraba entre la ligera capa de nubes de aquel claro, mostrando un suave matiz anaranjado que se abría paso entre las cortinas de lluvia de las nubes oscuras. Haciendo malabares con un paraguas en una mano y utilizando la otra para hacer microajustes de la posición del trípode, conseguí colocar un filtro degradado neutro de dos pasos tras un filtro de densidad neutra de diez. Logré hacer esa fotografía de nubes de tormenta que amenazaban el aura de la gran pirámide. Fue la única fotografía de aquella tarde. No tuve oportunidad para nada más. La tormenta arreció y la luz desapareció.

Atardecer de primavera en el corral de Valdeinfierno, Sierra Nevada, 2014

Esta fotografía con una composición abigarrada y un poco caótica no aspira a cumplir las mejores reglas en cuanto a disposición de elementos, técnica o preparación metódica.

El poco mérito que quizá pueda tener es la intencionalidad de encuadrar así para hacernos sentir que de repente vamos a ser arrastrados hasta el fondo del precipicio del Corral de Valdeinfierno; que un paso en falso hará que nos deslicemos por la curva que forma la nieve en la esquina inferior derecha y caigamos —sin posibilidad de detenernos— hasta el fondo de un valle que las nubes se han encargado de hacer infinito.

La razón de hacerla sin prepararla previamente, la razón de encuadrar sin evitar que haya tantos elementos en la escena, no es otra que atrapar para siempre una sensación, aquella que tuve ese día: una mezcla de fascinación y miedo, de soledad y nostalgia.

El sol se había puesto. Era casi de noche. Estaba en el corazón de la Sierra, solo, buscando un refugio que aún no conocía, sin los medios adecuados para pasar la noche. Las pendientes eran fuertes y la nieve primavera se acumulaba en ellas; las fracturas de placa se hacían notar insinuando que de un momento a otro la nieve se desprendería ladera abajo.

Cuando llegué a esta zona rocosa y pisé suelo firme sentí alivio. Me senté en una roca al filo del corral pensando en beber y descansar, pero no hubo tiempo para eso; cuando miré al frente, este espectáculo de luz que se presentó ante mis ojos me fascinó.

La luz no esperaba y sólo se mostraría unos instantes más. Saqué la cámara de la bolsa delantera y medí la luz. El tiempo de exposición que demandaba la escena era muy bajo, insuficiente para disparar a pulso. No había tiempo para sacar el trípode, colocar cables, burbuja ni filtros; hice un movimiento rápido de la rueda del ISO de la cámara para llegar a 800 y ganar tres pasos pero nada, sólo sacrificando profundidad de campo al llevar la apertura de f11 a f5,6 conseguí que la velocidad para disparar a pulso llegase a un punto prudente. Sujeté la cámara con firmeza y disparé.

La he querido publicar por la nostalgia que me produce; y por compartir aquellas sensaciones (o al menos intentarlo).