«Después de una noche fría, qué diferente es levantarte de tu cama, con un colchón cómodo, desayunar tranquilamente en tu casa, ponerte a mirar tu hoja de contactos y a escribir artículos como éste…; a levantarte en la montaña antes del amanecer, a más de 3000 metros, sobre unos tablones de madera bajo una esterilla de espuma aislante de 5mm de grosor, donde fuera la temperatura roza los 5 grados bajo cero y dentro el termómetro no marca más de cuatro grados sobre cero, vestirte rápidamente y forrarte de ropa para salir corriendo, trípode al hombro, a buscar la luz del amanecer antes de que desaparezca». Esto es lo que pensaba cuando hace unos días me levantaba un sábado en mi casa, y todavía en pijama, me preparaba un café caliente, me sentaba delante del ordenador a repasar las fotografías de mi última travesía por Sierra Nevada y empezaba a esbozar la idea de este artículo.
Aun así, estar ahí y ver la luz de la montaña al amanecer merece la pena. Todavía hoy, cuando estoy tumbado y cierro los ojos, puedo sentir y ver con nitidez aquella escena: levantarme y encontrarme de repente con la silueta del Mulhacén reflejada en la laguna en calma, un cielo con una luz azulada preciosa, y la luna menguante observando el momento. Ese recuerdo se graba en la memoria para siempre.
La comodidad de fotografiar lo conocido
Todo es mucho más fácil, más predecible, cuando salgo a fotografiar un lugar cerca de casa. Llego rápidamente en coche. Camino unos pocos metros. Voy ligero de peso, llevando sólo el trípode y una mochila con la cámara, los filtros y un par de objetivos. Más fácil si a ese lugar vuelves una y otra vez. Los fondos los conoces. Los primeros planos están localizados. Los encuadres están en la cabeza. El objetivo es encontrar una luz nueva y especial, o una variación de un encuadre conocido. Buscar nubes un día. Niebla otro día. Atardecer, amanecer y un sinfín de matices.
Tenerlo cerca me da la seguridad de que el tiempo y las nubes que me voy a encontrar son similares a los que veo desde mi ventana. También es más previsible acertar con la luz que buscas. Todo esto hace bastante más probable llevarse a casa una fotografía aproximada a la que ibas buscando.
La montaña impredecible que nos atrapa
En cambio, la montaña no es tan accesible. Volver una y otra vez no es tan fácil, sobre todo si no la tienes cerca. Llegar a ella supone realizar largas y empinadas travesías. Las condiciones son muy cambiantes y el clima impredecible. Nada está asegurado.
Aun así, siempre intento llevar un plan preconcebido en la cabeza. Con esto en mente, preparo la fotografía que imagino. Trato de estudiar previamente el lugar: posibles encuadres, por dónde saldrá el sol. Analizo las predicciones meteorológicas intentando imaginar las nubes que voy a encontrarme, el frío que hará, dónde voy a dormir, cuánto voy a tardar. Pero aquí los planes pocas veces se cumplen.
A pesar de todo, salir a la montaña a fotografiar te hace experimentar unas sensaciones muy especiales. Mucho más intensas e inolvidables. Los retos son mayores. Los sentimientos más profundos. La sensación de aislamiento y de soledad que ésta me regala me permiten pensar y escucharme a mí mismo de una forma tan clara como en ningún otro lugar. Y fotografiarla me ayuda aún más. Me hace sentir que sólo existimos la montaña, la cámara y yo. Concentrarme en la luz, los elementos y cómo cada uno tiene que estar en su sitio —aunque pocas veces lo consiga— hace que la conexión sea más intensa, que las imágenes se graben en mi retina de una forma mucho más profunda.
Esa conexión va tirando de mí cada vez con más fuerza. Tratar de fotografiar su esencia hace más intenso ese vínculo, que ya no puedo olvidar. Y éste me ata a ella. En el artículo Peñalara en azul intenso lo describía como: «la parte de nosotros que se queda en la montaña y ya nunca vuelve». Es el precio a pagar por disfrutar de los momentos que ésta nos regala.
Cuando todo acaba y vuelvo, esa parte que pierdo me hace sentir extraño, diferente, incompleto, con deseos de huir de la realidad cotidiana y volver allí para encontrarme con lo que he perdido.
Preparando la travesía
El lugar del que hablo esta vez es el circo glaciar de la Caldera, en Sierra Nevada. Un circo glaciar a 3000 metros de altura, al sur de la divisoria de mares atlántico-mediterráneo, cuna del río Mulhacén, y que contiene tres lagunas destacadas: la Caldera —la de mayor volumen de agua de Sierra Nevada—, la de Majano y la de la Caldereta.
Para llegar a él tuve que recorrer 14 kilómetros a pie, con un desnivel acumulado de 1000 metros. En total, una travesía de 28 kilómetros. Como siempre, el peso adicional del equipo fotográfico lo hacía todo más difícil, pero las ganas de fotografiar podían de sobra con esa carga, que esta vez se unía al equipo para estar allí varios días y para atravesar los pasos nevados a media ladera del Cerro de los Machos y los Crestones de Río Seco.
Esta vez, en primavera, me propuse pasar allí arriba tres días y fotografiar todos los atardeceres y amaneceres que pudiese.
El primer atardecer fotografiaría en la laguna de las Yeguas. Después iría a dormir al refugio de la Carihuela, a 3.200 metros. Al día siguiente llegaría hasta la Caldera para fotografiar el atardecer y amanecer posteriores, pasando la segunda noche en el refugio de la Caldera.
Mientras planificaba el viaje, rezaba para que los refugios no estuviesen llenos ninguna de las dos noches. En especial, me preocupaba la primera, ya que se me haría de noche en la laguna de las Yeguas; después, al llegar tan tarde al refugio de la Carihuela, si éste estaba completo, tendría que volver al coche o continuar hasta el próximo refugio, atravesando los pasos más complicados. Ambos eran caminos muy largos, de más de dos horas. La previsión anunciaba temperaturas muy bajas a esa altura, llegando a los 10 grados bajo cero. Caminos nevados y de muchos kilómetros, inviables para recorrer cansado y a oscuras.
La siguiente noche me preocupaba menos. A dos kilómetros de la Caldera hay otro refugio, el de Pillavientos, que no suele estar lleno. Recorrer el camino de uno a otro en las mismas condiciones que la noche anterior no sería difícil, aunque dormir allí significará estar más lejos. Tendría que levantarme mucho antes y caminar más para llegar a la laguna de la Caldera antes del amanecer.
El primer atardecer fotografiando la laguna de las Yeguas
El primer atardecer me encontré con una sorpresa de las que demuestran que las previsiones que uno hace no suelen cumplirse en la montaña. Cuando llegué a la laguna de las Yeguas, vi cómo estaba helada de nuevo. Raro porque unos cuantos metros más abajo las lagunas artificiales no tenían ni rasgo de hielo.
En invierno, la superficie de las lagunas, heladas y cubiertas de nieve, es tan monótona que pasan desapercibidas. En ese estado, si la superficie es grande y el entorno es abierto, esa monotonía (mejor dicho, uniformidad) es un buen recurso para simplificar. Sin embargo, esta laguna no es muy abierta y no permite jugar de esa manera, así que en invierno suelo pasar de largo. Esta vez, por suerte, el hielo fracturado formaba placas levantadas que rompían esa monotonía, y el sol de atardecer las iluminaba con una luz lateral rasante que destacaba su textura, dando profundidad a las sombras; por tanto, no me costó mucho elegir el primer plano.
La composición me pareció demasiado abarrotada, así que la capa de hielo uniforme del borde de la laguna, utilizada como base, me ayudó a simplificar la escena.
Elegir fondo con un protagonista concreto me costó más. Después de un buen rato acabé por incluir la arista del Cartujo y los Tajos de la Virgen, insinuados tras una espesa capa de nubes, aunque éstas no ayudaron a dar protagonismo a uno solo, que hubiera sido lo mejor.
Había bastante diferencia de luminosidad entre cielo y tierra, así que un filtro degradado neutro de transición dura de dos pasos me ayudó a equilibrarla, colocándolo un poco inclinado hacia la derecha, en línea con la pendiente de las aristas.
Para lograr esa composición con un punto de vista bajo tuve que deslizarse por el empinado borde de la laguna, lo que casi me cuesta un chapuzón helado que habría arruinado todo.
Mientras seguía probando otros encuadres, las nubes comenzaron a cubrir el cielo en dirección oeste, mirando hacia la ciudad. Parecía que las predicciones meteorológicas se cumplían, al menos en cuanto a nubes. De ellas surgía misteriosa la parabólica del IRAM (antena del Instituto de Radioastronomía Milimétrica). Giré la cámara e insistí hasta encontrar una fotografía que dejara ver la parte más interesante de la antena.
Aunque aquella tarde esperaba otra cosa, después, durante el crepúsculo del atardecer, las nubes se dispersaron y el sol no mostró colores llamativos. Todo acabó tan rápido como si se bajase el telón de un escenario: la luz se apagó y el espectáculo finalizó. La noche se volvió muy cerrada y ya sólo me preocupaba llegar al refugio. Pero ¿estaría completo?
Buscando el refugio de la Carihuela
A oscuras y cansado, el ascenso por una de las pistas de sky más empinadas que parten desde el Veleta fue más costoso de lo que parecía. Me llevó más de una hora y media llegar hasta el refugio. Puede parecer lo contrario, pero pararte a fotografiar durante unas horas no es lo mismo que parar a descansar: acabas moviéndote de un lado para otro, agachándote, corriendo con el trípode de aquí para allá. Al final, cuando acaba la sesión, te das cuenta de que no has descansado nada, no has comido, no has bebido. Y aún queda camino que hacer de noche y éste se hace largo.
Eran más de las once y media cuando llegué al refugio. Había ruido en el interior. Abrí la puerta y me tranquilizó ver sólo a dos personas. Tenía casi todo el espacio para mí. Menudo alivio.
La cena que llevaba era un triste bocadillo al que me costó hincar el diente de lo helado que estaba el pan después de toda una tarde bajo cero. Algo bastante triste, más cuando veo lo preparados que van otros montañeros, con sus hornillos y sus sopas calientes, pasta con salsa de tomate, té, infusiones. Un largo etcétera de comidas calientes y cazuelas humeantes. Por suerte mi interior me dice cuando estoy viendo el espectáculo gastronómico de los demás: «todo sea por estar aquí fotografiando, que para eso vengo, y no tener que llevar más peso».
Después de aquella anodina cena, con todo ese cansancio acumulado, al menos no me costó echarme a dormir y coger rápido el sueño.
Ruta hacia la Caldera al día siguiente
Al día siguiente tenía pensado bajar a la laguna de Aguas Verdes para fotografiar el amanecer. Después iniciaría el camino hacia la Caldera. Sin embargo, el cansancio, el frío y la incertidumbre de bajar a oscuras por donde nunca había estado, a pesar de haber estudiado la bajada previamente desde casa, hizo que me lo pensara dos veces y no me levanté hasta que salió el sol.
Fue una suerte. Esa laguna estaba todavía más helada. Tenía un gorro, cubo, plástico, o lo que fuese de color azul eléctrico tirado justo en medio, estropeando cualquier posibilidad de fotografiar. Tampoco tenía claro ningún encuadre y a oscuras habría sido más difícil ponerse a encontrarlo. Así que levantarme antes hubiera sido una pérdida de tiempo y me habría robado la energía que me hacía falta para terminar la travesía y aguantar hasta el día siguiente.
Después de desayunar, salí a echar un vistazo a la ruta. Los pasos complicados tenían aún mucha nieve. La probabilidad de resbalar y caer de forma descontrolada es más alta cuando se atraviesan pendientes de cierta inclinación a una hora temprana, cuando la nieve está dura. Así que me puse los crampones y guardé un bastón cambiándolo por el piolet y comencé a descender. El paso de los Machos al menos estaba despejado. Éste, cuando acumula mucha nieve, suele ser propenso a aludes.
El día había comenzado despejado. Pude incluso fotografiar la costa y el mar que están a más de 50 kilómetros. Pero en seguida se formaron nubes y se cerraron hasta crear una espesa niebla que no dejaba ver más de cinco metros de distancia. La caída ladera abajo ni se veía. La escena de la puerta de los Raspones envuelta en niebla imponía. Parecía una puerta a otro mundo.
Si la nieve amortigua cualquier sonido y te hace percibir un silencio extraño, pero agradable, la niebla lo vuelve misterioso y sobrecogedor. Así se mantuvo durante todo el camino.
Ahuyentando a los sensatos
Antes de llegar a Loma Pelada, en el límite donde la nieve ocultaba la pista, vi a dos montañeros que venían en sentido contrario. «Vamos al Veleta —me dijeron— pero no hemos estado nunca, ¿es fácil llegar o podemos perdernos?». Aquella pregunta me extrañó, porque siempre que voy a la montaña miro y remiro la ruta, repaso el perfil de elevación, tiempos y distancias de los tramos, alternativas y hasta ortofotos. «No tiene pérdida —les dije—, sólo hay que seguir la huella marcada por la pista y mantener la altura». Al verme los crampones y el piolet en la mano lo siguiente que dijeron fue: «¿y el camino está bien, se puede pasar?». «Sí —les dije—, yo vengo de ahí; eso sí, necesitáis crampones y piolet». Después de despedirme, seguí mi camino.
Cuando llegué al refugio de Pillavientos, me paré a descansar. A lo lejos vi cómo aparecían dos figuras entre la niebla. Eran los dos montañeros que se volvían. «Hay mucha niebla —me dijeron— y no vamos a poder ver nada, además, no se ve la caída y no sabemos lo que hay al fondo. Hemos decidido dejarlo para otra ocasión». Esas pendientes eran las que yo había atravesado antes. Es cierto que una niebla tan cerrada inquieta y, sobre todo, no ver el fin de una pendiente impone respeto. Eso ya lo viví cuando pasé por allí la primera vez. Entonces era de noche. Fue en la travesía imprevista que hice para fotografiar los raspones de Río Seco. Aquella vez no pensaba hacer noche y ni llevaba saco para dormir. Esto me hace pensar que mis ganas de fotografiar y estar presente durante los momentos de luz especiales pueden más que el miedo.
Aquel día no me crucé con nadie más. La niebla ahuyentó a todos los sensatos, incluidos los dos que se volvieron arrepintiéndose en el último momento y no hubo más almas que se aventurasen a recorrer aquel camino.
La Caldera como campo base
Después de unas pocas horas llegué al refugio de la Caldera. Me impresionó estar allí y ver con mis propios ojos aquello que tanto había estudiado desde casa, viendo fotos y observando mapas.
El refugio estaba vacío. Dejé la mochila y reservé un sitio para dormir desplegando la esterilla aislante sobre los tablones de madera que se utilizan como literas. Ya sin el peso de todo el equipo, como si fuese un campo base, salí con la cámara por los alrededores a buscar los encuadres que llevaba en la cabeza, a ver qué otras escenas podía encontrarme y localizarlas para fotografiar al atardecer con mejor luz.
Eso es lo bueno que tiene ir a fotografiar la montaña solo. Podía haber subido a la cumbre del Mulhacén, la más alta de la península. Nunca la he pisado. Estaba ahí, al alcance de la mano, a menos de 400 metros de desnivel. Pero había ido allí a hacer lo que más me gusta, fotografiar; por tanto, decidí no subir a la cima. Así pude aprovechar tranquilamente aquellas horas para mirar y remirar todos los rincones de las lagunas del circo de la Caldera, ver lo que me gustaba y lo que no, comprobar cómo quedaban los primeros planos, los fondos, probar puntos de vista altos, bajos, y todas las demás posibilidades.
Cuando tuve reconocidas las zonas que quería fotografiar y ya no daba para más, volví al refugio a comer. Aún estaba solo. Esta vez cambié el bocadillo por una ensalada en lata, que más bien parecía helado de ensalada. De nuevo, eso me hizo recordar aquellos estupendos hornillos que veía al resto.
Después, aprovechando que seguía solo, desplegué el saco de dormir para echarme una buena siesta y recuperar fuerzas para estar luego allí fuera fotografiando el atardecer. Cuando llevaba dormido más de una hora comenzaron a llegar montañeros y se acabó la paz. Ésta se rompió con las charlas, meriendas y, de nuevo, con hornillos que hervían infusiones humeantes.
Además de la comida, llevar agua para varios días supone acarrear con un peso considerable, por lo que llevaba lo justo para un día y medio. Esa tarde ya me quedaba menos de un litro, así que, antes de que llegase la hora de salir a fotografiar, aproveché para buscar más agua. Un arroyo que nutría una de las lagunas me sirvió para rellenar una botella. Sólo tuve que añadir una pastilla potabilizadora y dejar que hiciera efecto más que de sobra hasta la mañana siguiente. Aunque el agua a esa altura puede no ser un problema, es mejor ser cautos. Siempre hay que llenar una botella de un curso de agua corriente y no directamente de la que está embalsada en las lagunas. Las pastillas de iones de plata sirven para potabilizarla. Una pastilla para un litro es suficiente, y hace efecto en dos horas. Además, las de iones de plata no dan sabor a cloro como sí lo hacen las de clorina. La desventaja entre unas y otras es que las primeras tardan dos horas en potabilizar y las segundas tardan media hora.
Cuando volví de llenar agua del arroyo, los montañeros del refugio empezaban a preparar su cena y a extender sus sacos. A pesar de los grados bajo cero del exterior y que ahora se notaban más, a mí me quedaba un largo atardecer fuera haciendo lo que más me gustaba.
Un atardecer diferente
La cobertura de nubes de la predicción meteorológica para aquellos días me hizo pensar que encontraría atardeceres llenos de intenso rojo y naranja y colores crepusculares suaves. Además, pensaba encontrarme primeros planos con llamativos bloques de hielo flotando en las lagunas.
Todo fue bastante diferente. La niebla sólo dejó ver claros fugaces a media tarde. Luego se cerró completamente. La laguna de la Caldera, acurrucada y protegida por paredes formadas por enormes bloques de pizarra, apenas se resentía por el deshielo. No había en ella curiosos icebergs flotando en aguas oscuras ni fina película de agua.
Del mismo modo que la tarde anterior en la laguna de las Yeguas, era curioso ver cómo otras lagunas cercanas, la de la Caldereta y el lagunillo de la Calderilla, no tenían ni rastro de hielo. En estas últimas quería hacer fotografías simplificando la escena e incluir el reflejo de la montaña en ellas. Para lograrlo, utilicé un filtro neutro de 6 pasos, bajando así la velocidad de obturación lo suficiente para convertir el agua en un espejo. Cuando el viento comenzaba a soplar con más fuerza y la agitaba aún más, cambiaba el filtro por otro de 10 pasos para mantener esa calma en la superficie.
Luego, en la laguna de la Caldereta, la niebla llegó a ser tan espesa que lo ocultó todo y me permitió elegir composiciones muy simples. Para lograrlo, incluí la nieve que aún quedaba en el borde. Mi intención fue crear una composición sencilla con bandas horizontales de tono y color diferentes. Apenas se veía más allá de dos metros.
El resto del atardecer siguió así. No hubo color crepuscular por ninguna parte.
El último amanecer
El despertador sonó una hora antes de la salida del sol. Me levanté con la incertidumbre de no saber si el cielo estaría de nuevo cubierto de nubes. Hacía mucho frío. Todo apuntaba a que la previsión de 10 grados bajo cero iba a ser cierta. Me abrigué con todo lo que llevaba y más.
Después de asomarme a la ventana, comprobé que el último amanecer había querido ser diferente. No mostraba ni una sola nube.
Al salir del refugio, el Mulhacén y la luna, reflejados sobre la laguna de la Calderilla con sus aguas en calma, me regalaron aquel espectáculo. No hizo falta utilizar ningún filtro para fotografiar esa escena.
El amanecer duró lo suficiente para moverme por las tres lagunas y fotografiarlas hasta que no fui capaz de explotar ningún encuadre más.
Cuando el sol terminó de despuntar y la magia de la luz desapareció, fue hora de plegar el trípode y volver al refugio a empaquetarlo todo y emprender el camino de vuelta. Después de dos noches y muchas sensaciones, los 14 kilómetros hasta el coche fueron duros.
La añorada suprema decepción
Encontrarme condiciones imprevistas y diferentes a las que imaginaba que vería no significa que fuesen malas. La niebla permitió envolver la montaña en un velo mágico, dejando entrever los fondos nevados, simplificando el número de elementos a meter en el encuadre. Y la luz difusa azulada permitió transmitir mejor el aspecto frío e inhóspito de la montaña.
Estoy seguro de que este lugar puede mostrar momentos mucho más impactantes que fotografiar, y por tanto insistiré. Pero encontrarme algo diferente a lo que tenía pensado no ha supuesto ninguna decepción tal y como decía Ansel Adams con su famosa frase: «la fotografía de paisaje es la prueba suprema del fotógrafo y, a menudo, la suprema decepción».
Cuando estoy lejos de la montaña deseo que esa suprema decepción pudiera repetirse más a menudo.
que tal Antonio interesante expedicion,veo que las nieblas siguen siendo tus fieles acompañantes,pero al menos conseguiste un guiño de la luna en el mulhacen,tienes que estudiar la posibilidad de una luna llena,ja,ja,ja,saludos
Gracias por tu visita Víctor. Niebla y frío aquellos días. Ya hasta el otoño no creo que haya más, pero lo de la luna llena habrá que tenerlo en cuenta.
Saludos